martes, 30 de noviembre de 2021

Grande, Almudena

Te has ido dejando vacías las páginas, un anhelo eterno que ya nunca encontrará consuelo. Te has ido sin avisar, con todo a medias, dejando todas esas palabras perdidas en las sombras, traicionadas por la premura con que te marchaste. Nadie escribe como tú, nadie toca el corazón y lo arrulla con palabras de siempre que sólo en tus frases magistrales adquieren tintes poéticos. Nadie nunca podrá llenar este vacío. Desde que me enteré no me abandona la tristeza y la rabia, no me acostumbro a la idea de que ya nunca saldrá un nuevo libro de Almudena Grandes. 

Fuiste la primera mujer novelista que me zarandeó con "Malena es un nombre de tango", después vinieron "Atlas de geografía humana" y "Los aires difíciles", que recientemente he releído y me han vuelto a enamorar. "El corazón helado" se yergue orgullosa en el TOP de mis novelas favoritas, y tenía poco más de 20 años cuando lo leí. Aún recuerdo la pasión y la rabia que me despertaron aquellas páginas. Los "episodios de una guerra interminable" vinieron muchos años más tarde a mostrarme el mundo... A través de tus novelas he aprendido más historia de España que en mis clases de BUP. Tus personajes me despertaron una curiosidad por el PCE que había pasado de largo por mi adolescencia estudiando en el Instituto Dolores Ibárruri. Así de ignorante era yo a los dieciséis. 

El "Mercado de Barceló" me hizo consciente de lo importante que es vivir despacio, observar el mundo con los ojos de un recién llegado. Releyendo mis Bostonadas me he dado cuenta de que eso también se ha perdido ya. Las primeras impresiones y la capacidad de sorprenderme cada vez van menguando más aprisa. Sigo tratando de no perderme. Has dejado la colección incompleta, me quedaba tanto por aprender. Sobre todo lamento no haber ido nunca a la feria del libro a pagarte tributo. Vivir en Boston tiene esas desventajas, las cosas importantes pierden lustre y se decoloran hasta volverse monocromáticas. Me alegro, en cambio, de que aquel estudiante pasara por allí para convencerte de que recopilaras tus artículos de opinión en una última obra que no podía llamarse de otra manera: "La herida perpetua", ésa que has dejado en todos tus lectores, ésa que no sanará por mucho que vengan autores noveles, premios Planeta y todos los Nobel de literatura del futuro. La herida perpetua supurará tristeza que manará a borbotones durante mucho tiempo. La herida perpetua será ese lugar donde refugiarse cuando tenga sed de palabras hermosas, cuando mi intelecto perdido en este otro idioma llore por sus raíces de castellano bien hablado. Tus novelas serán un lugar donde resguardarme del frío, del climático y del humano, serán una fuente inagotable de conocimiento, porque al leerlas a diferentes edades siempre descubro lugares que había pasado por alto. Tus novelas serán siempre mis "estaciones de paso".

Adiós, maestra, diosa de las letras, qué legado dejas y cuánto te faltaba por contar. Sueño con que alguien revuelva en tus cajones y exhume otros personajes de la oscuridad de tu recuerdo. No quiero hacerme a la idea de que te has marchado para siempre. Prefiero pensar que cada vez que te relea volverás en otras formas, me darás aliento y argumentos, y será como si nunca te hubieras marchado.   


domingo, 7 de noviembre de 2021

IB08112021: El vuelo de los abuelos

Barajas repleto de pantorrillas abrigadas con calzado cómodo y los cordones bien apretados esperando a que se abran las puertas como el primer día de las rebajas en el Corte Inglés. Jubilados unos, otros por fin haciendo uso de esos días de vacaciones que habían estado reservando con el anhelo interrogante del que espera un milagro. Todos con las mismas ganas, todos en formación de a uno con sonrisas en los labios, en los ojos, y en el alma, todos con un objetivo común: conocer a sus nietos nacidos durante la pandemia.

Cuando a Elia empezó a crecerle la barriga no imaginábamos que no llegaríamos a tiempo para la baby shower, para el tercer trimestre ya estábamos todos encerrados. A Berta, como ya era el segundo y heredaba de todo, sólo esperábamos celebrarla en familia, en cambio observamos de lejos cómo sería el protocolo para bebés nacidos en pandemia. Para nada imaginábamos que tardaríamos meses en poder tocar a Álex y a Max. La primera vez que tuve a Álex en brazos ya casi no era un bebé, los días que se llevó el COVID ya nunca volverán. 

Paula visitó España con su barriga en plena expansión, volvió dejando a los abuelos con la esperanza de que las fronteras se abrirían a tiempo para ver nacer al pequeño Erik. No fue así, los tíos postizos arropamos a Lena las noches que su mamá estuvo en el hospital dando a luz a su hermano pequeño. La otra Paula y Bea fraguaron a sus chicos cien por cien made in America y se apoyaron la una en la otra como lo hacen las hermanas. No quedaba más remedio. 

La panza de Laura danzó mar adentro y se reconcilió con la Tierra, pero tuvo que conformarse con mirar desde la orilla el horizonte que se vuelca en la Península Ibérica. Sol llegó con su luz brillante sin abuelos ni tíos con quien jugar a las sombras.

Desde aquí seguíamos las noticias como quien tiene mucho que ganar, esperando que cantaran el gordo en cualquier momento. Llegaban rumores de que se abrirían las fronteras, pero no había más certeza que el deseo de todos esos padres, y la realidad era que USA permanecía cerrada al mundo. 

Recuerdo el día que me desperté y abrí el New York Times, en primera página el titular que llevábamos más de un año esperando: América permitirá la entrada de europeos vacunados el día 8 de noviembre de 2021. El WhatsApp echaba fuego, los calendarios ardían, el avión de Iberia se fletó en el tiempo que tardaron en venderse las entradas de "más es más". Los gritos se oyeron hasta en la Luna. Al otro lado del mar, decenas de abuelos brindaban con vida, pronto sus nietos dejarían de ser planos para materializarse en cuatro dimensiones y abrazarlos fuerte con sus bracitos pequeños. Álex podrá correr a recibir a su abuela, los brazos y el gateo quedaron en el limbo del tiempo robado. 

Ese avión no necesita queroseno, puede volar con las alas que les han crecido a los abuelos. Revolotean por la casa sin saber qué meter en la maleta, son tantas las emociones que han ido acumulando que muchos van a tener que pagar extra de equipaje. Llegarán al aeropuerto con diez horas de antelación, veintitrés kilos de ropita pequeña y peluches asomando de los bolsillos. Los abuelos traen los brazos de algodón para acunar a los pandemials en un arrullo infinito. Esos niños nunca han estado rodeados de gente, están acostumbrados a reconocer las caras sólo con verles los ojos, porque las bocas se encuentran vetadas detrás de las mascarillas, y con ellas, los besos francos de los allegados que mueren por dentro de tristeza y pena. Todas esas manitas pequeñas agarrarán el mundo y lo harán girar como una peonza, ya sólo quedan unas horas para que se rompa el hechizo. Regocijo, lágrimas, conversaciones cruzadas y fotos de bebés, así transcurrirán ocho horas de viaje por el cielo que une España con Boston. Cinco mil quinientos kilómetros de "mira el mío qué bonito es", "hay que ver las ganas que tengo de achucharlo", para por fin, a eso de las 7 de la tarde hora local, poner un pie en tierra americana después de casi dos años de exilio. Esas puertas abatibles se abrirán dejando escapar grupitos de abuelos buscando a sus nietos con la mirada. Ya en la calle y con el viento frío, decenas de bebés bien abrigados echarán sus bracitos al cuello de esos maravillosos desconocidos. Otra pequeña batalla ganada, ¡bienvenidos abuelos!   


miércoles, 3 de noviembre de 2021

Una década prodigiosa

Soy la hija de Lucio y (la) Rosario, la misma que se columpiaba muy alto cantando canciones de dibujos animados. Lauri se acuerda seguro, porque era muy nuestro eso de volar con las cadenas chirriando de fondo. Siempre convencida de que podía volar, de pequeña lo soñaba tan a menudo que llegué a confundirme. Es que era muy real, no siempre me salía, cogía carrerilla por el pasillo de baldosas verdes de la casa vieja y a veces me caía sin coger altura. Como en la vida, muchas veces me he caído sin llegar a despegar. 

Soy la hermana de Ángel y Víctor, los dos seres humanos más maravillosos que habitan el sur de la Comunidad de Madrid. El primero me hacía rabiar excluyéndome de todos los planes "chotunos" mientras que el segundo hacía cirugías complicadas que dejaban secuelas irreversibles en mis muñecas. Entre ellos peleaban mucho, pero hacían pandilla para llamarme "bolita de caca", qué gran apodo, tengo que decir. Magistral. De ahí que yo me haya hecho una mujer fuerte difícil de achantar ante casi nada. De ahí el cultivado amor propio que me ha ido creciendo como una armadura invisible. Pues gracias a ellos, en parte, un día me subí a un avión y me planté en Boston, preparada para empezar a vivir.

Soy la madre de Inés, una niña con muchísima personalidad y un corazón que le dicta tarjetas de amor cada mañana. Una gitana con ojos negros y mucho arte que me da y me quita la vida por igual. No es un mérito mío, es el producto de la combinación perfecta de lo mejor de mí y lo mejor de su padre. 

Soy también la pareja de Daniel, hay que ver qué mal me caía al principio, con sus frases de sobrado y sus Nike de niñato. Hay que ver lo que me equivocaba (también me equivoco algunas veces), ignorando que él sería la primera persona que vería en mí cosas que yo no había sabido encontrar. Por ejemplo, sugirió este blog. De ahí hacia adelante, nunca miramos atrás.

Soy científica también, muy curiosa, apasionada por la biomedicina y los intríngulis de la terapia génica últimamente. Simplemente, me flipa el ser humano, la ingeniería que engrana todas nuestras células y qué lejos estamos aún de comprender cómo funcionan la mayor parte de nuestros mecanismos. Pongo lo mejor de mí en aprender algo nuevo cada día y disfruto de las pequeñas victorias casi tanto como sufro las bajas.

Soy amiga de mis amigos, muy amiga, muy llorona, los quiero a todos con tantas ganas que me hace feliz  su felicidad. Procuro rodearme de personas bonitas por dentro, y hago lo que puedo por mantenerlas a mi lado. Me esfuerzo, aunque quizás no tanto como antes, porque ahora ya sólo agarro con firmeza los lazos que merecen la pena de verdad. Lo que me sobra, lo voy aflojando. Poquito a poco, sin dramas, simplemente no hago esfuerzos innecesarios. 

A mi edad, probablemente he vivido la mitad de mi vida, de ahí, una cuarta parte me la pasé aprendido a ser persona, otra cuarta parte me la pasé haciendo sufrir a mi madre presa de una adolescencia incomprendida, luego hubo un cuarto precioso que viví con mucha intensidad, la facultad, la independencia, mi primer trabajo, el doctorado... Y el último cuarto, justo después de las campanadas, lo viví aquí en Boston. Puesto así, parece que ocupa bastante.

¿De verdad han pasado diez años? ¿Nada más? A mí me parece que llevo aquí toda la vida. Llegué sin grandes expectativas, sólo traía los ojos desnudos de rímel y muy abiertos, dispuesta a darme la oportunidad que me había sido negada tantas veces. Pero las oportunidades también hay que saber identificarlas, así que no fue un ejercicio pasivo, ni mucho menos. Recibí lo que este país me ofrecía con la mejor de mis sonrisas, aunque muchas, muchísimas veces, había más ganas de lágrimas. Tragué la sal y tiré hacia adelante con la terquedad que me caracteriza, pero aprendiendo poco a poco a suavizar las formas. En estos diez años he aprendido a modular la voz, a morderme la lengua, a buscar razones a lo irracional, a ser más comprensiva y empática, a darle menos importancia a todo, a buscar la felicidad, a encontrarla y cultivarla, a admirar a las personas, a verlas por dentro, a dejarme aconsejar, a dar mejores consejos... pero sobre todo he aprendido a identificar las cosas que valen la pena, y mucho más práctico, las que no. 

Rescato recuerdos que me pillan desprevenida, empiezo a no recordar algunas cosas, y eso también es bueno. Me siento tan afortunada de haber vivido... Diez años han dado para mucho, y este blog refleja bastante de ese mucho. Tengo una familia que diría que no me la merezco, pero es que no es verdad, sí que me los merezco, porque de toda esta lección que aprobé con notable comprendí que yo también merecía ser feliz. Tengo unos padres maravillosos que aprenden y enseñan como maestros, tengo unos hermanos con tanto carisma que siempre son el epicentro de los buenos momentos de otras personas. Tengo una pareja que sabe sacar lo mejor de mí y que me empuja a superarme cada día. Tengo una sirena de verdad que me regala alas mágicas para seguir volando cada mañana. Tengo ganas de subirme a la vida cada día y seguir sumando. Hasta aquí la crónica emocional de una década prodigiosa. 

  

lunes, 1 de noviembre de 2021

GiraSoles

La lluvia caía con esas ganas impertinentes de mojarlo todo a su paso. El viento doblaba los árboles en ángulos imposibles que acabarían partiendo los tallos más débiles. La tormenta sólo sabía venirse a más, creciéndose en las nubes plenas que colorearon el cielo de gris durante cinco días seguidos. Sol no tenía prisa por salir a este otoño mojado, sin duda prefirió quedarse flotando un poquito más en su burbuja de verano, así que siguó navegando en su propia órbita diminuta. Afuera el mundo podía esperar un poquito más, y decidió regalarle a su hermano unos días extra de hijo único. 

Empezó a doler con la insistencia de lo que ya se venía anunciando, dejando claro que había llegado la hora de salir a saltar en los charcos. Pero dudaba, se estaba bien en la burbuja de mamá, calentita y segura. Se hizo rogar, maestra del escondite del baile de los neonatos. Su pelo negro, en cambio, delataba su posición debilitando a la estratega, revelando además la sangre andaluza que ya corría por sus pequeñas venas. Sangre azul de princesa infinita, sangre valiente de guerrera sureña. Nacemos en medio de una batalla del ser humano contra la naturaleza, que nos da las armas justas para enfrentarnos al mundo sin haber sido preparados. De sus manos crecieron girasoles con grandes pétalos amarillos para acunar su pequeño cuerpecito de muñeca, girasoles de tallos largos enraizados a la tierra. Hicieron falta muchos intentos para sacarla de su trinchera. Ya derrotada se dejó ir, sumisa, dispuesta a mojarse en la lluvia, pero cien mil pétalos la envolvieron en una crisálida enjuta. Delicada y exhausta, perdida en su limbo, esculpida en hielo su carita de ángel, tanta paz trajo consigo que se paró el mundo por un instante. Tiempo que vuela, palabras vacías, canta un sonajero hecho de semillas, pero en realidad son pipas doradas al sol, reinventando ritmos que ya conocía. Suenan a su paso los tambores viejos, y las nubes se marchan bailando alegrías, recogen sus volantes de lluvia desparramada, y los girasoles se beben la vida. Abre bien los ojos, princesa guerrera, no pierdas el ritmo de esta letanía, escucha la nana que te canta tu madre que sabe de ritmos y de melodías. Tienes tanta luz en tu alma chiquita que apenas queda lugar para el sol, tendrá que echarse a un lado y dejar que nos ilumines, tendrá que cantar bajito y bailar a tu son, pues los girasoles ya lo tienen claro, sólo se voltean para ver a Sol. Bienvenida al mundo, pequeña guerrera.

lunes, 18 de octubre de 2021

Contigo

Siempre he sido una persona de lágrima fácil, algunas palabras tienden a estrujarme el corazón como un abrazo inesperado que se pasa de fuerza. La primera vez que vi a mi hermano en el aeropuerto después de un año y medio de pandemia tuve un ataque de realidad irreprimible. De repente comprendí que el tiempo perdido ya no volvería, y que todos los días que compusieron aquellos largos meses de angustia ya nunca regresarían colgando de las hadas. Lo abracé fuerte y lloré mucho, muy alto (hasta que el pobre sintió vergüenza), porque las lágrimas en ebullición son complicadas de amainar. Experimenté la misma sensación al abrazar a mis padres y a mis otros hermanos después de un año entero sin tocarnos. Simplemente no podía creer que estábamos juntos de nuevo, en la misma habitación, todos sanos y sin debernos más que tiempo. 

Llegué a mi clase de flamenco un día en el mes de mayo, con mi camiseta de "La Gira" de Alejandro Sanz. Lupita me mira y pregunta: ¿vas al concierto? y yo, con pesar y tristeza le digo que no, que había descartado la opción de ir a Nueva York porque aquí no tengo con quién. Mi inseparable compañera de conciertos está a más de 5000 kilómetros de distancia. "¿Pero cómo? ¡Te vienes con nosotras!" En ese momento el cielo se abre y guía mi mano con tanta destreza que antes de empezar la clase ya había comprado una entrada para escuchar al maestro el 10 de Octubre en el Radio Music Hall de Manhattan. Faltaba mucho tiempo, no sabíamos si el concierto tendría lugar o se cancelaría como todos los demás, pero la semilla de la ilusión ya estaba plantada.

A dos semanas del concierto las dudas continuaban, pero al final decidimos que hay cosas en la vida que simplemente deben hacerse. Y allá que nos fuimos.

El fin de semana se fue construyendo poquito a poco, en los cimientos de un atasco de cinco horas que habría de culminar con una fiesta de cumpleaños de un español bostoniano en la Gran Manzana, con sus tapas y su vino y sus juegos de mesa incluidos. Empezábamos bien. 

El domingo amaneció lluvioso (ninguna novedad en Nueva Inglaterra), pero se fue portando para dejarnos visitar toda esa magia que Nueva York se guarda para los más pequeños. Inés visitaba NYC por segunda vez, pero fue la primera en que fue consciente de su grandeza. Tocamos el piano de la FAO con los pies descalzos imitando a Tom Hanks, aunque sólo una de nosotras vivió las notas como reminiscencias de la película Big. Las dos lo pasamos en grande, ¡eso sí!

Por la tarde tocaba ponerse en marcha, encontrarme con las chicas y entrar en aquel teatro donde se entregan los premios Grammy. Todo era raro, irreal. Llegar a un concierto de Alejandro Sanz con sólo 15 minutos de antelación es impensable en Madrid, y allí estábamos, tan ricamente sin apretujarse ni demasiadas colas. Para bien o para mal, la pandemia nos ha achicado a todos. Me siento en mi butaca roja y miro alrededor, muchas caras expectantes, rojo resplandeciente, terciopelo por doquier. Hay muchas butacas vacías, impensable, increíble, insalvable. 

Suena ese acorde de guitarra eléctrica que tan bien conocemos y aparece Alejandro con sus andares de "acabo de entrar al salón de mi casa" y el aplomo inconfundible del que lleva 30 años subido a un escenario. Ruedan lágrimas por mis mejillas que yo no he sido consciente de derramar, con pucheros y todo. Me miro por dentro y veo el engranaje de todas esas palabras y pensamientos que han llenado mi mente durante los últimos 18 meses. Volver a estar en un concierto rodeada de gente, cantando al unísono como una sola voz, de verdad que no pensé que ocurriría tan pronto. Sus manos tocando las de los fans de la primera fila fue como ver una sirena a lomos de un unicornio trotando por el anillo de Saturno. Irreal, idílico, inflamable. Las lágrimas sólo son un vehículo que transporta las emociones, y algunas emociones son tan fuertes que tienden a desbocarse, como un géiser que se expande cuando menos te lo esperas, y te empapa de vida por dentro y sólo puedes dejarte llevar y que se drene toda esa angustia encapsulada. Este concierto ha sido una prueba más de que lo estamos superando. Me acoplo a la música con otro grado de madurez, menos cantar y más escuchar, incluso tiempo sentada. Comprendo que llevo 30 años generando emociones con estas letras, y que soy una privilegiada por tener ese derecho. Son los recuerdos de toda una vida y son las abstracciones que uno hace de lo que ha vivido. Me quedo con mi parte sensible y vulnerable, soy lo suficientemente fuerte como para llorar en público sin darle demasiada importancia. Así soy, así crezco, así quiero seguir siendo.



Y cuando ya creía que no podía aprender más de esta involución, Alejandro se arranca por Sabina y deja al teatro medio mudo. Lógicamente, el público latino conoce menos estas letras. Y yo que muda no me quedo, aun cantando una letra que conozco al dedillo desde hace años tengo una epifanía: Yo no quiero domingos por la tarde, yo no quiero columpio en el jardín, lo que yo quiero corazón cobarde es que mueras por mí. Y morirme contigo si te matas y matarme contigo si te mueres, porque el amor cuando no muere mata, porque amores que matan nunca mueren. Todo está en las letras, sólo hay que pararse a escuchar. Por eso al próximo concierto iré contigo.



lunes, 27 de septiembre de 2021

Ya estamos todos

Fuimos dejándonos caer poquito a poco, como para no abusar de la alegría que se asomaba ya desbordando, como sin querer bebernos toda el agua del botijo después de haber pasado un año y medio en el desierto. Al final, nos tiramos por la borda.

Se llega tarde, a las fiestas españolas se llega tarde, y punto. Eso lo sabe todo el mundo, estemos en España o no, nos gusta retrasar el pistoletazo de salida y arrastrar la meta hasta que va cayendo el sol y no queda más remedio que marcharse. Las bocas de todos hablando a la vez, sin velos, sin pantallas. Las risas de todos sonando a la vez, en pequeños grupos, en conversaciones cruzadas. ¡Ay, las conversaciones cruzadas! hacía tanto que no serpenteaban voces esquivándose a la deriva que ya nos habíamos empezado a acostumbrar a hablar bajito. Achaques de pandemia, nos bajó dos tonos de voz y de ganas. A algunos más, a otros menos, a muchos les silenciaron del todo.

Fueron llegando unos en coche, otros en bici, otros andando... Entraban con la determinación de quien estuvo aquí ayer... pero eso fue antes de la pandemia, hace mucho tiempo amargo. No teníamos expectativas, sólo ganas, y fuimos dibujando el día con ratitos nuestros y mucha paciencia. Volvimos a confundir los vasos y a arreglar el mundo con una cerveza fría en la mano. Pero no el mundo de afuera, ése nos da más igual, sino el mundo que nos rodea y nos desprotege aquí adentro. Ese mundo que lleva año y medio girando tan lento que hasta a Teresa se le ha ralentizado el líquido cefalorraquídeo. Necesitamos fronteras abiertas para poder cruzarlas, para tender la mano y que lleguen abuelos, padres, hermanos, tíos y primos, que vengan a dar el tostón de una puñetera vez. 

Nos hemos ido expandiendo con los años, a cada pareja le han ido saliendo esquejes, y los milenials ya hasta caminan y piden comida en el plato. Todos menos el recién llegado, que con tres vueltas de luna apenas ha tenido tiempo para los placeres humanos. El pequeño heavy llega flotando en su cuco, su telón de pajaritos acompasa los redobles, llevábamos mucho tiempo esperando, todos queremos verlo aunque no podamos tocarlo. Esperaremos pacientes a su sistema inmune madurando, como una coraza de pétalos que se van desarrugando, como un traje de volantes que se irá desparramando. Como un haz de luz que se proyecta agrandando nuestras sombras, dejando vacías las noches que tanto consuelo han robado. Y saltándose el protocolo de no haber sido invitado, Erik se trajo su prisa y su birra debajo del brazo. Celebramos los 37 de Dani, los 36 los saltamos, dijimos adiós al verano con los besos enfadados. Pero ahora ya estamos todos, y volvemos a tocarnos, y los niños juegan juntos sin turnos y sin recatos. Saca la tarta, sopla las velas, dame un abrazo, y vamos a celebrar juntos que lo peor ya ha pasado. 

miércoles, 18 de agosto de 2021

Huellas en el Mediterráneo

Yo estuve allí, pisé aquella arena finita que tanto se parecía a la de mis sueños. Las huellas, sin embargo, no desaparecieron al abrir los ojos, caminaron parejas durante kilómetros dejándose besar por las olas del mar. Dibujamos el horizonte azul con las puntas de los dedos, con sonrisas de incredulidad garabateándose en los labios ante la normalidad de lo que fueron muchos ocasos anteriores. Sabe a tinto de verano, a cerveza en un chiringuito, a helados, a brisa, a estar moreno, sabe a Mediterráneo.
A nuestro alrededor todos caminan felices, distantes, manteniéndose en un confín que tiene las horas contadas. Las mascarillas abarrotan el lienzo como una algarabía de gaviotas apoyadas en sus palos, a la espera, presentes pero ignoradas, que aun sin querer ser tenidas en cuenta protagonizan cada pincelada de este sueño de verano que a ratos se tiñe de pesadillas y nubes.
Mis huellas persiguen a otras huellas que siempre fueron siete años por delante, las de mi hermano mayor. Qué importante es seguir los pasos del mayor, no salirse de las líneas trazadas con tanto esmero por su diestro pincel mojado en tinta china. Ahora, ya en la misma década y sin haber dejado de ser los mismos, caminamos uno al lado del otro como seres iguales, hechos de la misma pasta, pero modelados por artes distintos. ¿Dónde termina la genética y empieza el albedrío? Me bebo estos ratos poquito a poco para estirar el efecto de las endorfinas, dosifico los momentos tantos meses añorados y conjurados en palabras lastimeras. Tomo instantáneas mentales que llevaré conmigo para siempre, por si vuelven a separarnos y tengo que alimentarme de ellas para sobrevivir.  

Mi gitana también imprime sus huellitas en la arena, cada vez más separadas, calibrando perspectivas, dejando atrás pares de zapatos que ya no saben valerle. A su lado siempre, sus fieles guardianes: cuatro juegos de pies cansados cuyas huellas experimentadas se arrastran para trazar el camino de la libertad. Volvemos a estar juntos, hemos encontrado todos los trocitos que se habían desperdigado por la casa. Los hemos pegado con tanta ternura que nadie diría que estuvieron un año y medio separados.

Con precaución y sin olvidar que aún somos vulnerables, abrazamos las quedadas al aire libre y sin mascarillas para poder leernos los labios sin perdernos una sola palabra. Las noches de verano nunca habían durado tanto, el horario laboral enganchado al otro huso me estiraja la energía y me ofrece otro punto de vista, el de exprimir al máximo la vida. Abrazo cada rincón de mi España como si fuera la primera vez, me rezago en los atardeceres que no recordaba tan trasnochadores, y miro la luna, la misma que veo en Boston y que de alguna manera me hace sentir más cerca cuando estoy tan lejos. 

Yo estuve aquí, disfrutando de las cosas normales que durante un tiempo se nos negaron, recordando que no hay nada más importante que la familia y las raíces, y procurando que mi gitanita abrace la vida con las mismas ganas, regando sus raíces españolas para que nunca corra el riesgo de que empiecen a secarse.

sábado, 3 de julio de 2021

Rojos


Vuelven los rojos a mis labios, a mis tacones, a mis volantes... vuelven reivindicando que se acabaron los encierros. Aquí se recogen los miedos aquejados de inmunidad, que al son de un lerele vuelan, llaman y se arrullan, colgados de una escobilla cogida a mi delantal. 

Vuelven los rojos tirititrán, rojas las flores de mi pelo harto ya de enmarañarse, roja mi peineta reina que destella tempestades, rojos los lunares bellos que se cuentan por millares. Vuelvo a estar repeinada y segura subida en un escenario, con mi sonrisa roja al descubierto y el temblor entre las manos. Comparto emoción con las caras que me miran desde abajo, bocas ávidas de oles, arsas y tomas, que año y medio han esperando escondidos en las gargantas aguardando a ser gritados, rasgándose las corazas, puntiagudas, impacientes, sordas al grito del alma que se pierde entre la gente. España se hace arte líquido y el público se lo bebe, el son de sus tacones rojos llena el aire de silencio, nos arropa con su manto de claveles y momentos, y se cuela en los rincones de la distancia y el tiempo. 

Se destapan bocas ajenas, en ojos ya conocidos, y descubro caras nuevas en bailes mil veces paridos. Ríe y llora mi alma inflamada de emociones tan distintas, que no sé si tientos-tangos, sevillanas o fandangos, sólo se que me hacía falta bailar sobre un escenario. 


viernes, 7 de mayo de 2021

Fin de una era

Me levanto por última vez de esta silla, salgo por la puerta del despacho sin echar la llave, echo un vistazo rápido a todo aquello que construí con tanto esfuerzo: mi laboratorio con sus estanterías viejas pero limpias y colocadas, pobladas de icebuckets rosas y morados y gradillas de todos los colores. Atravieso por última vez esa puerta, dejando atrás mis cabinas bautizadas con nombres de grandes científicas: Margarita Salas, Marie Curie y Barbara Mcclintock, y mis incubadores homónimos de lugares cálidos: Hawai, Florida, Ibiza y mi querida Sevilla. Bajo por última vez los cinco pisos de escaleras, salgo a la calle y me recibe el viento un poco cabreado: adiós Mass Eye and Ear, adiós Harvard. 

Lo nuestro ha sido una historia preciosa, diez años de hacer ciencia de calidad, de aprender culturas, de construir abismos para luego saltarlos, de crecer por dentro y por fuera. Diez años de conocer gente maravillosa de todas partes del mundo, una década de risas y lágrimas en un lugar que me ha visto quitarme las coletas, casarme, cambiar los tacones por unos crocs cómodos, gestar a mi gitana hasta el día en que salí de cuentas, volver sólo dos meses después renovada y seguir peleando, caer, volver a levantarme, ascender, convertirme en Assistant Professor, conseguir tener mi propio laboratorio, conseguir premios, y pasar de cero a cien y sigue contando. Ahora, ya sin resuello, me paro sólo un instante para echar la vista atrás y me sonríen los huesos, porque hay que ver cuánto nos hemos querido.
Harvard me dio la residencia americana y todas las oportunidades que España no quiso darme aun siendo ciudadana. Me ayudó a ser, a convertirme, a conseguir, a seguir. Aquí he tenido los mejores mentores, a pesar de no hablar el mismo idioma, qué fácil ha sido dejarse ayudar y aconsejar por ellos. En todo momento han estado ahí, todos me han ayudado a tomar esta decisión con sentimientos encontrados pero sin egoísmo y queriendo lo mejor para mí, como si fueran mi familia. Y por si fuera poco, Harvard me deja las puertas abiertas (como hizo mi madre) por si un día quiero volver. Pero cuando uno da un paso hacia delante, ya no hay que mirar atrás. Mi familia de verdad ya lo asumió, y por eso también me han apoyado en esta decisión tan importante.
Cuando dejé España no tenía planes de volver o quedarme, aunque en el fondo todos soñamos con poder volver. Por suerte o por desgracia, los años y las experiencias suman estrepitosamente, y yo ya no puedo seguir negando la evidencia: aquí estoy mejor. Si tenía alguna duda vino el COVID a despejarla. No sólo por el impacto de la pandemia (tan igual y a la vez tan diferente a uno y otro lado del océano), sino por la estela de incertidumbre que va dejando a su paso. Los puestos de trabajo que desaparecieron, las familias que no saben de qué van a vivir a partir de ahora, las vacunas que llegan malamente y demasiado lentas. A este lado, por suerte, vivimos a un paseo de Moderna y de Pfizer, también de los laboratorios donde se hicieron los hallazgos más importantes del mundo y se forjaron muchos premios Nobel de medicina, incluido nuestro honorable Severo Ochoa, que también se vino a hacer las Américas. 
Para bien o para mal, aquí siempre han sabido lo importante que es la ciencia. No sé dónde radican las diferencias, o cómo eliminarlas, pero es muy bonito vivir en un lugar donde la gente te da las gracias por hacer lo que haces. Donde la ciencia se considera un privilegio y los científicos una especie a preservar. Por eso, ante la perspectiva de poder hacer un poco más, he decidido dar otro salto al vacío. 
El corazón se me parte, una mitad quedará siempre latiendo en estas paredes, mirando por la ventana de la cafetería y viendo el majestuoso río Charles congelado en invierno y verde chungo en verano. La otra parte se viene a reinventarse, a seguir construyendo, a empezar de cero. Hay trenes que han de cogerse, incluso sin la certeza absoluta de que llegarán al destino esperado. Por eso cuando un día, estando en el andén despreocupada leyendo un libro, salió una mano y me ofreció un viaje, no pude resistir la curiosidad de lo desconocido. Me bajé del tren que cogí hace 10 años y me subí a uno más veloz y moderno. A partir del lunes se irán unas responsabilidades y vendrán otras. Adiós a la soledad científica, al estrés de buscar financiación y publicar artículos, adiós a la semidependencia de mi padre científico, adiós al laboratorio sin ventanas, adiós a diez años de aprendizaje que ya no daban más, adiós a una década de mi vida, fin de una era. 
Hola a la oportunidad de poder llevar mi ciencia a los pacientes, hola al precio al alza de las ideas que pujan por salir de mi cabeza, hola a un nuevo equipo que me rodeará y sostendrá, hola a las mil cosas que tengo por aprender, hola al miedo y a las ganas de tirar hacia adelante. Me embarco en una aventura preciosa, dirigiendo el laboratorio de biología celular de la retina en una empresa de terapia génica. Nadie puede augurar qué pasara mañana, pero soñar es gratis y trabajar duro es mi firma. Ahora toca demostrar que han apostado correctamente, y que todo aquello que aprendí durante los mejores 10 años de mi vida (profesional y personal) puede ahora canalizarse y mejorar la vida de aquellos que ponen la esperanza en la ciencia. Si esto pasa, yo ya he cumplido, ya he contribuido a mejorar el mundo un poquitín, ya puedo decir que mi sacrificio ha merecido la pena.




martes, 4 de mayo de 2021

Puerto Rico: Un lugar para quedarse



"Puerto Rico es un lugar para quedarse a vivir", por eso el burri se quedó rezagado en el arco de seguridad del aeropuerto y nunca cruzó al otro lado. Se soltó de la cadena como un escapista jugando a "fuga" en la plazoleta. En Puerto Rico se está calentito, hablan nuestro idioma, tienen las mejores playas del mundo y se come de maravilla. Arepas, tostones, pastelillos, mofongos, chicharrones, alcapurrias, mero con salsa criolla, chillo frito, mango jugoso, aguacate gigante... Si lo riegas con piña colada ya no querrás irte jamás, sobre todo si lleva ron y te lo estás tomando en una terraza del viejo San Juan que bien podría estar en La Latina (pero con playa...). Ponle horas al reloj, salsa a las palabras, ritmo a las calles y alma a las personas. Cercanos, familiares, amables, cariñosos, sin complejos... así son los puertorriqueños, y entre gente así me gustaría quedarme. 
Las sirenas viven en el Caribe, he visto una todos los días, surcando las olas y haciendo castillos de arena blanca. "Soy una sirena", me decía, "la última de mi especie, las otras se han ido marchando a otros mares, pero yo me quedo aquí, porque Puerto Rico es un lugar para quedarse". Se peinaba los rizos en dos coletas, hartas de arena, conchas y corales. De vez en cuando salía del agua para buscar dólares de arena. La primera vez que vi uno me pareció una pieza única. La simetría radial que estudié en zoología hace ya tantos años allá en la carrera. Esa perfección natural que sólo los equinodermos presentan como destinados a ser collares. Pero son frágiles, hay que saber conocerlos, y el primer día aprendí que no puedes echarlos en una bolsa de playa y dormir sobre ellos de cualquier manera.
Por suerte, las sirenas trajeron muchos más a adornar las orillas, y pudimos compensar la torpeza con mimo renovado. Nunca vi conchas de colores sin ser artificiales. Conchas rosas, moradas, blanquísimas impecables con sus crestas onduladas como las rufles. Se abandonan en la arena tomando el último rayo de sol, algunas tiroteadas por los picos de las aves pescadoras. Son tan chiquitas que parece que en este mar sólo hubiera juventud. Sin duda aquí está la fuente de la eterna juventud, porque a mí se me cayeron unas cuantas arrugas y el cansancio de los ojos. Puerto Rico me ha devuelto la energía que se llevó el COVID, las vacaciones en familia, el sabor de la felicidad. 
Sus callecitas de colores te contagian de buen rollo. Si hasta te da igual que llueva un poco cada día. 
En el Yunque un rato diluvia y al minuto sale el sol, es como Nueva Inglaterra pero con variantes de buen clima. Este rainforest que quedó arrasado por el huracán María en 2017, resurge de sus astillas y apunta al cielo con determinación. Sólo se oyen los pájaros cantando a pico pelado, el agua que resbala de las hojas y nuestros pasos mancillando este sustrato mágico de vida eterna. 


Puerto Rico es un lugar para quedarse, eso pensaron los colonos que envió Carlos III, y así irguieron el castillo de San Felipe del Morro a modo de fuerte amurallando la entrada a esta isla paraíso en la que se quedaron para engendrar mestizos y sembrar palabras que ya no son sólo nuestras. Y muchos años después los americanos lo usarían para fines similares en la Segunda Guerra Mundial. A pesar el contexto bélico y violento, es un emplazamiento precioso y una visita obligada.

En Puerto Rico no sólo se bebe piña colada y mojito, también historia y arte a raudales. Me enamoraron las pinturas, esculturas y todo tipo de artesanía tan nuestra y tan diferente del frío talento norteño. 


Aunque sin duda el lienzo que me hizo pensar en quedarme fueron las playas paradisíacas de Vieques, una de las Islas Vírgenes que salpican el Caribe. La Chiva se abrió entre palmeras sólo para nosotros, y nos regaló cien tonos de azul haciendo honor a su nombre anglosajón "The Blue Beach". Y vaya si mereció la pena el ferry y el paseo en fregoneta, todo por verme los pies como en una vitrina de aguas cristalinas. Así que aunque ya se acabó y volvimos al frío primaveral de Boston, en Puerto Rico se quedó el cansancio, la frustración y el miedo pasados, se quedó la incertidumbre y las paredes sin ventanas, y al volver se abrió la puerta a una nueva etapa, aquella en la que los inmunizados somos cada vez más y estamos un poquito más cerca de tocarnos. 



  

martes, 16 de febrero de 2021

Estados de COVID19-cuatro

Sangran los endometrios

llorando ausencia,

me devoran las entrañas

y la conciencia, 

tensan las cuerdas vocales

de mi tormento

doliéndome a voz en grito

de puro miedo. 


Saltan las alegrías

por la ventana

goteando en las compuertas

como navajas

heridas de luna nueva

siempre encerradas

adsorbidas en la noche

presa de calma.


Quitáronse los disfraces

de majaderas

dibujando puñaladas 

embusteras,

salieron de su escondite

de primaveras

mostráronme los colmillos

con que laceran.


Ríos carmesí dibujan

yo soy el lienzo

emborronan los bocetos

sobre mi cuerpo,

y me dejan extinguida

drenando savia,

imprimiendo mi agonía

sobre la almohada.