viernes, 7 de mayo de 2021

Fin de una era

Me levanto por última vez de esta silla, salgo por la puerta del despacho sin echar la llave, echo un vistazo rápido a todo aquello que construí con tanto esfuerzo: mi laboratorio con sus estanterías viejas pero limpias y colocadas, pobladas de icebuckets rosas y morados y gradillas de todos los colores. Atravieso por última vez esa puerta, dejando atrás mis cabinas bautizadas con nombres de grandes científicas: Margarita Salas, Marie Curie y Barbara Mcclintock, y mis incubadores homónimos de lugares cálidos: Hawai, Florida, Ibiza y mi querida Sevilla. Bajo por última vez los cinco pisos de escaleras, salgo a la calle y me recibe el viento un poco cabreado: adiós Mass Eye and Ear, adiós Harvard. 

Lo nuestro ha sido una historia preciosa, diez años de hacer ciencia de calidad, de aprender culturas, de construir abismos para luego saltarlos, de crecer por dentro y por fuera. Diez años de conocer gente maravillosa de todas partes del mundo, una década de risas y lágrimas en un lugar que me ha visto quitarme las coletas, casarme, cambiar los tacones por unos crocs cómodos, gestar a mi gitana hasta el día en que salí de cuentas, volver sólo dos meses después renovada y seguir peleando, caer, volver a levantarme, ascender, convertirme en Assistant Professor, conseguir tener mi propio laboratorio, conseguir premios, y pasar de cero a cien y sigue contando. Ahora, ya sin resuello, me paro sólo un instante para echar la vista atrás y me sonríen los huesos, porque hay que ver cuánto nos hemos querido.
Harvard me dio la residencia americana y todas las oportunidades que España no quiso darme aun siendo ciudadana. Me ayudó a ser, a convertirme, a conseguir, a seguir. Aquí he tenido los mejores mentores, a pesar de no hablar el mismo idioma, qué fácil ha sido dejarse ayudar y aconsejar por ellos. En todo momento han estado ahí, todos me han ayudado a tomar esta decisión con sentimientos encontrados pero sin egoísmo y queriendo lo mejor para mí, como si fueran mi familia. Y por si fuera poco, Harvard me deja las puertas abiertas (como hizo mi madre) por si un día quiero volver. Pero cuando uno da un paso hacia delante, ya no hay que mirar atrás. Mi familia de verdad ya lo asumió, y por eso también me han apoyado en esta decisión tan importante.
Cuando dejé España no tenía planes de volver o quedarme, aunque en el fondo todos soñamos con poder volver. Por suerte o por desgracia, los años y las experiencias suman estrepitosamente, y yo ya no puedo seguir negando la evidencia: aquí estoy mejor. Si tenía alguna duda vino el COVID a despejarla. No sólo por el impacto de la pandemia (tan igual y a la vez tan diferente a uno y otro lado del océano), sino por la estela de incertidumbre que va dejando a su paso. Los puestos de trabajo que desaparecieron, las familias que no saben de qué van a vivir a partir de ahora, las vacunas que llegan malamente y demasiado lentas. A este lado, por suerte, vivimos a un paseo de Moderna y de Pfizer, también de los laboratorios donde se hicieron los hallazgos más importantes del mundo y se forjaron muchos premios Nobel de medicina, incluido nuestro honorable Severo Ochoa, que también se vino a hacer las Américas. 
Para bien o para mal, aquí siempre han sabido lo importante que es la ciencia. No sé dónde radican las diferencias, o cómo eliminarlas, pero es muy bonito vivir en un lugar donde la gente te da las gracias por hacer lo que haces. Donde la ciencia se considera un privilegio y los científicos una especie a preservar. Por eso, ante la perspectiva de poder hacer un poco más, he decidido dar otro salto al vacío. 
El corazón se me parte, una mitad quedará siempre latiendo en estas paredes, mirando por la ventana de la cafetería y viendo el majestuoso río Charles congelado en invierno y verde chungo en verano. La otra parte se viene a reinventarse, a seguir construyendo, a empezar de cero. Hay trenes que han de cogerse, incluso sin la certeza absoluta de que llegarán al destino esperado. Por eso cuando un día, estando en el andén despreocupada leyendo un libro, salió una mano y me ofreció un viaje, no pude resistir la curiosidad de lo desconocido. Me bajé del tren que cogí hace 10 años y me subí a uno más veloz y moderno. A partir del lunes se irán unas responsabilidades y vendrán otras. Adiós a la soledad científica, al estrés de buscar financiación y publicar artículos, adiós a la semidependencia de mi padre científico, adiós al laboratorio sin ventanas, adiós a diez años de aprendizaje que ya no daban más, adiós a una década de mi vida, fin de una era. 
Hola a la oportunidad de poder llevar mi ciencia a los pacientes, hola al precio al alza de las ideas que pujan por salir de mi cabeza, hola a un nuevo equipo que me rodeará y sostendrá, hola a las mil cosas que tengo por aprender, hola al miedo y a las ganas de tirar hacia adelante. Me embarco en una aventura preciosa, dirigiendo el laboratorio de biología celular de la retina en una empresa de terapia génica. Nadie puede augurar qué pasara mañana, pero soñar es gratis y trabajar duro es mi firma. Ahora toca demostrar que han apostado correctamente, y que todo aquello que aprendí durante los mejores 10 años de mi vida (profesional y personal) puede ahora canalizarse y mejorar la vida de aquellos que ponen la esperanza en la ciencia. Si esto pasa, yo ya he cumplido, ya he contribuido a mejorar el mundo un poquitín, ya puedo decir que mi sacrificio ha merecido la pena.




martes, 4 de mayo de 2021

Puerto Rico: Un lugar para quedarse



"Puerto Rico es un lugar para quedarse a vivir", por eso el burri se quedó rezagado en el arco de seguridad del aeropuerto y nunca cruzó al otro lado. Se soltó de la cadena como un escapista jugando a "fuga" en la plazoleta. En Puerto Rico se está calentito, hablan nuestro idioma, tienen las mejores playas del mundo y se come de maravilla. Arepas, tostones, pastelillos, mofongos, chicharrones, alcapurrias, mero con salsa criolla, chillo frito, mango jugoso, aguacate gigante... Si lo riegas con piña colada ya no querrás irte jamás, sobre todo si lleva ron y te lo estás tomando en una terraza del viejo San Juan que bien podría estar en La Latina (pero con playa...). Ponle horas al reloj, salsa a las palabras, ritmo a las calles y alma a las personas. Cercanos, familiares, amables, cariñosos, sin complejos... así son los puertorriqueños, y entre gente así me gustaría quedarme. 
Las sirenas viven en el Caribe, he visto una todos los días, surcando las olas y haciendo castillos de arena blanca. "Soy una sirena", me decía, "la última de mi especie, las otras se han ido marchando a otros mares, pero yo me quedo aquí, porque Puerto Rico es un lugar para quedarse". Se peinaba los rizos en dos coletas, hartas de arena, conchas y corales. De vez en cuando salía del agua para buscar dólares de arena. La primera vez que vi uno me pareció una pieza única. La simetría radial que estudié en zoología hace ya tantos años allá en la carrera. Esa perfección natural que sólo los equinodermos presentan como destinados a ser collares. Pero son frágiles, hay que saber conocerlos, y el primer día aprendí que no puedes echarlos en una bolsa de playa y dormir sobre ellos de cualquier manera.
Por suerte, las sirenas trajeron muchos más a adornar las orillas, y pudimos compensar la torpeza con mimo renovado. Nunca vi conchas de colores sin ser artificiales. Conchas rosas, moradas, blanquísimas impecables con sus crestas onduladas como las rufles. Se abandonan en la arena tomando el último rayo de sol, algunas tiroteadas por los picos de las aves pescadoras. Son tan chiquitas que parece que en este mar sólo hubiera juventud. Sin duda aquí está la fuente de la eterna juventud, porque a mí se me cayeron unas cuantas arrugas y el cansancio de los ojos. Puerto Rico me ha devuelto la energía que se llevó el COVID, las vacaciones en familia, el sabor de la felicidad. 
Sus callecitas de colores te contagian de buen rollo. Si hasta te da igual que llueva un poco cada día. 
En el Yunque un rato diluvia y al minuto sale el sol, es como Nueva Inglaterra pero con variantes de buen clima. Este rainforest que quedó arrasado por el huracán María en 2017, resurge de sus astillas y apunta al cielo con determinación. Sólo se oyen los pájaros cantando a pico pelado, el agua que resbala de las hojas y nuestros pasos mancillando este sustrato mágico de vida eterna. 


Puerto Rico es un lugar para quedarse, eso pensaron los colonos que envió Carlos III, y así irguieron el castillo de San Felipe del Morro a modo de fuerte amurallando la entrada a esta isla paraíso en la que se quedaron para engendrar mestizos y sembrar palabras que ya no son sólo nuestras. Y muchos años después los americanos lo usarían para fines similares en la Segunda Guerra Mundial. A pesar el contexto bélico y violento, es un emplazamiento precioso y una visita obligada.

En Puerto Rico no sólo se bebe piña colada y mojito, también historia y arte a raudales. Me enamoraron las pinturas, esculturas y todo tipo de artesanía tan nuestra y tan diferente del frío talento norteño. 


Aunque sin duda el lienzo que me hizo pensar en quedarme fueron las playas paradisíacas de Vieques, una de las Islas Vírgenes que salpican el Caribe. La Chiva se abrió entre palmeras sólo para nosotros, y nos regaló cien tonos de azul haciendo honor a su nombre anglosajón "The Blue Beach". Y vaya si mereció la pena el ferry y el paseo en fregoneta, todo por verme los pies como en una vitrina de aguas cristalinas. Así que aunque ya se acabó y volvimos al frío primaveral de Boston, en Puerto Rico se quedó el cansancio, la frustración y el miedo pasados, se quedó la incertidumbre y las paredes sin ventanas, y al volver se abrió la puerta a una nueva etapa, aquella en la que los inmunizados somos cada vez más y estamos un poquito más cerca de tocarnos.