miércoles, 28 de septiembre de 2016

Kyoto, la ciudad de las Geishas y los templos

Caminan con pasitos cortos, los pies enfundados en unos extraños calcetines tipo pezuña que les permiten llevar las famosas sandalias zori o geta, que vienen a ser a ser unas chanclas con la suela de madera de varios centímetros de alto y unas telas decorativas para sujetar el pie. Los kimonos de colores inundan las calles de Kyoto, cientos de muchachas alquilan estos trajes típicos para ser geishas o maikos por un día. A pesar del insoportable calor y la humedad que nos acompañan, mantienen el porte con dignidad erguidas sobre esas chanclas infernales, con sus fajines bien prietos, enormes lazos a la espalda y las cabezas peinadas al milímetro con trenzas cuasipostizas. Flores, pájaros, abanicos... ningún patrón se repite sobre las telas de mil colores del festival de kimonos. Es como una feria de abril de hadas elegantes con los ojos rasgados... es un espectáculo. Sin embargo, a las de verdad, a las Geishas que describía Arthur Golden en sus "Memorias de una Geisha" y cuya película homónima fue rodada en las mismas calles de Gion, a ésas es muy difícil encontrarlas. Cámara en mano, nos adentramos en Gion, el barrio de geishas más famoso de Kyoto, tocado con faroles de papel y repleto de casas de té y turistas.

La suerte está de nuestra parte y vemos pasar a una de ellas con paso ligero (increíble lo rápido que pueden avanzar con esos pasitos de muñecas de Famosa), tanto que aunque apunto rauda mi cámara hacia ella, los escasos milisegundos de exposición le bastan para escapar a la definición de mi objetivo. Sabemos que es una de ellas por la cara pintada de blanco y la actitud esquiva, están cansadas de ser acosadas por los turistas... Menos mal que las geishas de "pega" nos acompañan a todas partes. A la mañana siguiente, visita obligada a los templos, y allá van, como si tal cosa, como si no hiciera un calor que al devolver el kimono a la casa de alquiler el dueño tendrá que pasarlos por el fuego purificador.

Primera parada, el Castillo de Nijo, construido allá por el 1600 y uno aún puede apreciar su majestuosidad. Lo primero que me llama la atención es la austeridad del lugar, a diferencia de los castillos feudales y reales a los que estamos acostumbrados en Europa, en Japón la primera sala del castillo suele ser una estancia dedicada a las visitas, para que esperen ahí con sus regalos tomando el té. Como de costumbre, salas vacías con un tatami y las paredes decoradas con motivos florales y animales como los tigres, que son a su vez puertas correderas que pueden abrirse dejando un enorme espacio diáfano.
Seguimos nuestra ruta hacia los 3 templos situados más al noroeste de Kyoto. Primero el famoso templo de Kinkaku-ji o Templo Dorado, que no sólo es impresionante por ser precisamente eso, dorado, sino por los imponentes jardines que lo rodean y a sus pies, un lago en cuyas aguas este templo se mira relucir con orgullo cada mañana.

El segundo templo, Ryoan-ji, destaca por un jardín zen impolutamente peinado que inspira verdadera paz a quien se toma un momento para sentarse a contemplarlo.  Seguimos la senda de la UNESCO como privilegiados que pueden tocar aquello que pertenece a toda la humanidad para recorrer el tercer templo, el de Ninna-ji, que empezó a construirse en el año 886 con el fin de propagar la enseñanza budista, y que fue destruido por el fuego y reconstruido 150 años después. Éste cuenta con una pagoda de 5 pisos que poco tiene que envidiar a su hermana mayor, la del templo Toji, que es la estructura de madera más alta de todo Japón, y que, por supuesto ¡también visitamos!.


En nuestra ruta de los templos no podía faltar el gran Kiyomizu-dera, el primero que nos regala unas pinceladas de color entre tanto marrón oscuro. Después de una subida imponente por una cuesta llena de tiendecillas, kimonos y turistas, una gran puerta naranja, la majestuosa puerta de los reyes Deva, nos da la bienvenida a este conjunto de templos situado al sur de Gion.


Desde este lugar privilegiado vemos caer el atardecer sobre Kyoto, sin duda una de las luces más bellas para contemplar esta mágica ciudad. De esta belleza se pinta también el santuario Fushimi-Inari, famoso por sus miles de columnas rojas o Toriis, que son donados por familias o empresas en aras de conseguir prosperidad en sus negocios o proteger sus cosechas de arroz. No existe lengua que pueda pintar en palabras esta obra de arte sacro, sin duda, la más impresionante de todas las maravillas que le robamos al desconocimiento. Un paseo por un túnel infinito de silencio y cantar de cigarras, la noche nos sorprende a la salida de Fushimi-Inari, ¿qué más nos quedará por ver mañana?


domingo, 25 de septiembre de 2016

Descálzate. Bienvenido a Japón.

Alineo mis zapatos en la entrada de la casa, junto a todos esos diminutos pares de sandalias y zapatitos que parecen pertenecer a una clase de alumnos de 5º de EGB. Piso el tatami y, automáticamente, las plantas de mis pies desnudos me transmiten, junto a mis tímpanos anonadados por la quietud, esa sensación de paz y zen infinitos que sólo pueden encontrarse en Japón, un país donde el bienestar del cuerpo y la mente son un derecho fundamental.
Aunque resulta relativamente fácil moverse por este país sabiendo inglés, puesto que la información principal también aparece en este idioma, es cierto que los kanjis son el primer y único lenguaje de la mayor parte de los japoneses. Claro que me parece más que suficiente, ya que me imagino a mí misma intentando retener todas esas formas que involuntariamente se me antojan iconos semi-incomprensibles y decido que no sería capaz de aprender a diferenciarlas ni en una década. Con todo y eso, esta cultura autodefinida por el extremo respeto y la amabilidad hacia el prójimo me inspira ternura y simpatía desde el primer minuto. Hacen colas para todo, para subir al tren, al autobús, para entrar en los templos…. ¡hasta para andar por la calle van ordenados! Eso sí, por el lado británico, el primer choque cultural que me golpea cuando el taxista llega por la derecha y me abre automáticamente la puerta de un coche que parece sacado de una peli de Alfredo Landa, con tapetes de ganchillo incluidos. Los coches aquí están como a medias, como si les faltara el maletero o algo así, son muy cuadrados y en su mayoría no miden más de dos metros de largo, claro que si no, no cabrían en esos garajes de pin y pon.

Las casas japonesas, preciosas, todo hay que decirlo, son estancias diáfanas divididas por puertas correderas de papel y bambú. Los muebles, sobran todos, los cuadros, mejor pintar paredes y puertas, la luz, ciertamente sobrevalorada en el mundo occidental, y las cerraduras resultan superfluas en el país más seguro del mundo. Tonos marrones y grisáceos, color madera, monocromo en tonalidades que se van tostando con la humedad, pero nada chillón, nada llamativo, no encajaría en esta cultura de austeridad humana y divina (excepto la publicidad y el manga, pero ahí ya llegaremos).
Segundo choque cultural, el mayor de mi vida; cuando uno cree haberlo visto todo, llegas a Japón y conoces ¡el váter! ¿Pero qué es esto? ¡Si tiene centralita! Un botón para tirar de la cadena a medio depósito, otro a depósito lleno (hasta ahí bien), luego uno para calentar la taza (esto no me gusta, me recuerda a cuando vivía en casa de mis padres y entraba al baño después de mi hermano…), otro que emite un sonido para “darte intimidad”, otro con hilo musical, otro que echa un chorro de agua por detrás (¡certero como si llevase una mira de francotirador incorporada!) y otro para el chorro por delante (eso sí, ambos chorros puede ser regulados en intensidad y temperatura…). No sé si habrá templo en Japón que me marque tanto como el del “señor Toto” (que es el “señor Roca” japonés), pero ya os iré contando.

Continuará…

miércoles, 14 de septiembre de 2016

Después de la tormenta siempre llega la calma...

Hoy he leído una noticia en la que rememoraban que hace 19 años que salió el disco "Más" de Alejandro Sanz. Sin duda este disco ha sido la banda sonora de mi vida, y aunque ya sé que lo he mencionado hasta la saciedad, no me canso de contemplar mi historia ligada a todas esas canciones como si fuera un montaje de fotos que pasan aprisa al ritmo de los acordes.
Quizás porque estoy viviendo la etapa más feliz de mi vida, o quizás porque el hoy siempre es mejor que el ayer, me encuentro una y otra vez haciendo balance de lo vivido. Comprendo que en España vivía demasiado deprisa, y sin embargo, demasiado despacio. En el fondo los días se perseguían con el mismo traje de faena, las responsabilidades colgando a modo de bandolera y dirigiéndose siempre hacia el mañana, como si el mañana guardase algo diferente. Y vaya si lo guardaba... miro atrás y veo a aquella alumna del colegio Hermanos Tora, las tardes en los columpios con el bocata de chóped en la mano, las canciones, la plazoleta, el Hono... qué poco me preocupaba el siguiente paso, el instituto. Cada día durante cinco largos años (que por supuesto a esa edad, me parecieron eternos) asistí a las clases del Dolores Ibarruri (excepto si huelga, que era a menudo, y sólo ahora entiendo la falta que hacía), un centro con unos profesores alucinantes en medio de uno de los peores barrios de Fuenlabrada. Tiempo de incomprensión, de lucha, la adolescencia de una niña que, ahora comprendo, vivía la transición generacional de empezar a trabajar con 14 años vs la formación académica superior. Guardo con un cariño enorme los días vividos entre aquellas paredes de baldosines rosas, Tatiana y Maite, los recreos cuando aún se podía salir a la calle y, sobre todo, muchas horas de estudio que al principio no es que dieran muchos frutos, pero que acabaron dándome alas. Lo que ocurre es que uno evoluciona, a favor o en contra de la corriente, y al final, aquella chavala que fue la tercera de una familia de currantes incansables, fue la primera en ir a la Universidad, esa institución imponente que nadie en mi familia había conocido hasta entonces. Otros cinco años infinitos que, sin embargo, se iban acortando imperceptiblemente a medida que iban pasando. Aquel primer día de curso en el que conocí a las que luego serían mis amigas para toda la vida, todas aquellas jornadas de comer en el suelo, entre las pelusas, de pasar frío en esas aulas gigantescas que te hacían sentir diminuta. Aquellos maravillosos años de mi vida en rosa y sombras. Eso sí, rebozados en miles de horas de estudio y aplicación enfermiza... ¡ay si volviera a vivir! igual alguna asignatura más me habría quedado y alguna juerga más habría corrido. Todos esos libros y toneladas de apuntes almacenados en mi cabeza, organizados, como si de un archivo centenario se tratara. Y sin embargo, qué poco sabía. Incluso cinco años después, con un doctorado y muchas tablas para salir del fango que me llegaba siempre hasta el cuello, qué poco seguía sabiendo. Resulta extraño que a medida que van pasando los años tengo la sensación de que sé menos, o acaso soy mucho más consciente de todo lo que desconozco. Este síndrome del impostor me persigue día y noche y me hace replantearme, aproximadamente un par de veces al año, que todas mis hipótesis son producto de una mentira edificada sobre un artefacto explosivo que el día menos pensado estallará y me mandará de vuelta a la plazoleta. Pero de alguna manera, contra todo el pronóstico que se auguraba en mi partida de nacimiento, sigo aquí, evoluciono, a saber, que la vida va poniendo a cada uno donde le toca. Pero cada vez soy más consciente de que me queda tanto por aprender que es imposible en una vida abarcar todo ese desconocimiento. Y sin embargo, por otro lado, creo que este es el fin único que perseguía, el hacerme preguntas, el hacer preguntas, el plantearme opciones y tener que tomar decisiones continuamente. El que los días hayan dejado de ser predecibles para ser totalmente lo contrario, esta canción es diferente. Creo que he llegado pues a ese momento en el que uno acepta su mediocridad, y casi la asume, y precisamente ahora es cuando Harvard ha decidido que me quieren para ellos. Así que punto y seguido, me quedo, otra canción, una nana.