jueves, 1 de noviembre de 2018

Lo que fui es lo que soy

Cumplidos los 38, siento el peso de mi vida como una mochila de viaje que no para de llenarse. Algunas veces me aprieta, la deposito en el suelo y vacío algunas cosas, pero en general todo se queda conmigo, al menos durante unos años. Cuando pienso en ello me parece que no puede ser, que es imposible que haga 20 octubres que empezaba mi último curso de instituto, que es imposible que sea mayor de edad desde hace tanto tiempo... Que hace 20 años de demasiadas cosas.
Acabo de ver la película documental "Lo que fui es lo que soy", del gran Alejandro Sanz, y me he quedado llena y vacía. Llena de luz, de buen rollo, de paz, de emociones... pero también de melancolía, de recuerdos, de momentos que ya nunca volverán. Vacía de pequeñas cosas, de lágrimas viejas, de las ganas de desgañitarme a grito pelado contra el mundo. Y me da vértigo pensar que me hago mayor. He vivido en los mismos acordes durante muchos años, y aunque para mí no han cambiado tanto, resulta que las nanas que luego fueron lentas y más tarde bulerías, se han convertido en rock y música clásica ausentes de poesía. Los años se han ido llevando esos ratos de papel y lápiz, ese derramarme en ríos de tinta que se fueron plegando como aviones de papel. Las obligaciones han ido ocupando los renglones vacíos (casi todos en inglés), y ya casi no queda espacio para las palabras nuevas. La vida no me deja tiempo para parar, para degustar, paladear, para escuchar las notas antiguas. Demasiado ocupada en aprender, con el listón siempre un poco por encima de lo que puedo tocar con la punta de mis dedos, hasta de puntillas...  empiezo a dolerme del recuerdo y a temer perder la memoria.
Cuando era pequeña y mi madre contaba sus historias del colegio, a mí me parecía que aquello había debido de ocurrir en otra era, y ahora veo a mi hija que pronto pensará lo mismo de mí y pienso "pero si fue ayer, si yo jugaba con Lauri a las muñecas el otro día, y paseábamos a mi gato Honorato en el carro con su gorro y sus manoplas". Es imposible que mi Hono lleve 25 años enterrado, no me creo que los años sigan teniendo las mismas semanas que entonces. ¿Qué fue de aquellos veranos que duraban infinito? ¿tanto que se te quedaban pequeños los zapatos de invierno?... ¿Qué fue de aquellos cursos académicos que parecían no tener fin? Si a mí ahora me parece que no puedo entregar a tiempo los trabajos de enero porque resulta que está a la vuelta de la esquina. Pero es que me he dado cuenta que el tiempo se normaliza por décadas. En la mía, ya más cerca de los 40 que de los 30, los lunes pasan a ser viernes con la misma rapidez con la que antes llegaba sólo el miércoles.
Me consuela pensar que el tiempo ha sido bien empleado, que probablemente se hace más corto cuanto más se rellena de momentos vividos. Sin embargo, en el fondo sigo intentando retenerlo, andar más lento, requedarme por las noches para alargar las horas del día como si la Tierra pudiera girar un poco más despacio... De noche abro los ojos en medio de la oscuridad y me abruman quince ideas que no se conforman con mañana, me quitan el sueño durante horas y me dejan un rastro de ojeras que me acompaña todo el día. Pues mira, esto tampoco ayuda, la verdad, que la edad no pasa de largo por mi epidermis insomne... Y a pesar de todo, sigo pensando que estoy en el pico de la campana, y que Gauss estaría de acuerdo en que esto volverá a ralentizarse el día menos pensado. Probablemente cuando pueda volver a sentarme a hacer la nada en el sofá, o coger una hoja en blanco y empezar a vaciarme sobre ella, como siempre, como ahora, porque es la única herramienta que me permite controlar el tiempo, traer el pasado, sentarme a vuestro lado en un recuerdo y volver a sentir exactamente lo mismo, con perspectiva, con menos dolor, también con menos alegría, pero con una nostalgia infinita que me recuerda que he vivido. Y sí, todo eso que fui está aquí, formando parte de lo que soy ahora, recordándome que hace falta espacio y tiempo para todo, que sólo hace falta invocarlo.

sábado, 1 de septiembre de 2018

La dicotomía del emigrante


"¿Ya te vas? pero si acabas de llegar". . .  sí, yo también me he dado cuenta, al fin y al cabo, éstas son mis vacaciones. La pregunta se repite en diferentes bocas, en distintas fórmulas gramaticales. . . pero siempre viene a ser lo mismo, un retórico reproche tocado por la decepción. A mí no me toca ensayar mis caras de póker, porque a estas alturas de la vida yo ya no tengo tiempo para quedar bien. Las jornadas de trabajo son intensas, la rutina en general, con todas esas cosas por hacer desde las 7 de la mañana: prepara el desayuno, los tuppers, la comida de Inés, vistámonos todos, corre que te corre, hala, a la bici, sudando la gota gorda, déjala en la guardería, vuela al trabajo, recorre a toda prisa los cinco pisos de escaleras aprovechando tu minuto de gimnasio gratuito. . .  sécate todo el sudor porque el día no ha hecho más que empezar. Las responsabilidades han ido engordando hasta apretarme los huesos, eso sí, henchida de ellas y de gratitud, nunca olvido dónde está mi lugar. Por eso me gusta mi vida llena de tareas y tuercas. Engrano como puedo mis horas libres para poder seguir dando clases de baile, hacer teatro, seguir con el mentorazgo, salir con los amigos, y no olvidar que quiero disfrutar al máximo de cada minuto de Inés; aunque a veces me gustaría darle al pause, tirarme en el sofá y disfrutar de no hacer absolutamente nada. . .  ¿Cuándo fue la última vez de eso? Pero las vacaciones son otra cosa, ya en enero empieza el sorteo de la búsqueda de vuelo, a ver si este año puede ser que no necesitemos el sueldo de un mes para poder volar a España. En los últimos años se ha convertido para nosotros en un destino comparable a las islas Caimán, eso sí, no es exactamente un lugar de merecido descanso. El día antes de volar, por no decir la semana antes, las jornadas de trabajo parecen parir más horas, y nunca me parece suficiente lo que dejo terminado. Hacer las maletas pensando en llevar todo y a la vez dejar espacio para todo eso que me tengo que traer sin pecar de sobrepeso. Volamos de noche sin pegar ojo y aterrizamos a primera hora de la mañana, con todas las vacaciones por delante y unas ojeras que nos llegan hasta los pies. Si logras no dormirte hasta las 12 de la noche, habrás vencido al jet lag y sólo habrás perdido una noche de sueño. Tengo tantas ganas de ver a todo el mundo que el primer día suele pasarse tan rápido como la sensación de sueño. Primera tarea: desayuno ibérico.
Consulto la agenda para ver con quién me toca comer hoy, a quién tengo que ver sin falta, cuántos niños han nacido y no he conocido aún, a cuántos amigos no pude ver el año pasado. Sobre todo este año, que llevábamos casi 400 días sin pisar territorio español. Quiero ver a mis hermanos, quiero abrazarlos desde hace tanto tiempo que ya ni me acuerdo de cómo huelen. Quiero también ver a mis amigas, ponernos al día, abrazarlas fuerte, reírnos de tontunas, arreglar el mundo como solíamos hacer. Sólo que ahora estoy sujeta a los horarios de Inés, a sus siestas y sus comidas, a que no puedo tenerla todo el día de bar en bar y rodeada de adultos. . .  Pero es que en España hace tanto calor en agosto, ¡queman los columpios! en serio, los parques se vacían de risas y carrerillas porque ahí no hay quien respire sin abrasarse los pulmones. ¿Fui yo una vez capaz de ignorar esta sensación de quemazón tan grande? Pues va a ser que sí, que yo solía andar por la calle a las 3 de la tarde para disgusto de mi madre, que ya gozaba de este sentido del calor que me ha crecido a mí ahora, me hago mayor.
A Madrid este año no le hemos robado mucho, porque al final es cierto que se queda vacío en agosto, que todo el mundo sale por patas huyendo de este asfalto de lava, y que hasta las 8 de la tarde no hay un sitio donde ir sin arder. Que esa es casi la hora de dormir de Inés en Boston, y que por eso Spain is different.  Al caer la noche, despiertan los bares, y cada día toca visitar uno distinto, o el mismo, pero no nos podemos permitir quedarnos en casa descansando, aunque en realidad sea lo que más nos apetezca, porque si hacemos eso, habremos perdido una oportunidad estupenda de vivir lo que tanto echamos de menos desde que nos fuimos. Pero es que también me apetece estar hasta las 3 de la mañana hablando con mis mejores amigos, discutiendo de todo, siendo laísta y chula y empezando la casa por el tejado. Me mata mirar el reloj y decir: "tenemos que irnos, hemos quedado para cenar". Pierdo entonces el poder de decidir sobre mi propia voluntad, porque yo me quedaría donde estoy, con mis amigos, con mis risas, para una vez que nos vemos. Lo malo es que los días son contados, y ese pensamiento alimenta la maquinaria que mueve mi cuerpo de forma involuntaria. Empiezo a sufrir una división cardíaca que me ahoga, esa que me obliga a sentir cosas tan discordantes como querer volver a casa, a Boston, en mitad de las vacaciones. Lucho con el sentimiento de ahogo y tiro para adelante, porque aún queda lo mejor, la playa, el descanso, las cañas a la orilla del mar, el placer de leer un libro. . .  sólo que en realidad no es así. Allí nos espera otra rutina adaptada a que Inés pueda disfrutar de sus abuelos y viceversa. Hay que dejar el egoísmo a un lado y mirar por ella, por ellos, y adaptarnos a lo que toca porque no podemos hacer otra cosa. Al menos con los abuelos es un poco más fácil, porque vienen a vernos a Boston una vez al año y pueden disfrutar de nieta durante más rato. El resto del mundo sólo tendrá una tarde con un bebé de cinco meses que de repente tiene año y medio y corre y balbucea, para seguir con un rato futuro de niña bilingüe y desconocida que parece crecer veinte centímetros de un día para otro.
Y a pesar de tener ya ganas de volver a casa, me voy de España con tanta pena que me dejo un trozo del corazón allí olvidado, y eso hará que durante los días que quedan hasta navidad, la eche de menos a rabiar, a dentelladas, a un nivel que algunos días tirará mis lágrimas por el lavabo. Los que hablan de depresión post-vacacional no saben lo que se agravan los síntomas cuando además eres emigrante. Sin embargo, Boston es ahora mi casa, y me recibe siempre con calor en lo que se anuncia como los últimos coletazos del verano. Llego al lab y me encuentro una perla en mi mesa, sonrío y pienso "qué suerte tengo".

miércoles, 1 de agosto de 2018

San Francisco arriba y abajo

Como Toledo, pero "volcao", cogido por el extremo y sacudido hacia abajo unos 45 grados (con respecto a Toledo, que ya tiene lo suyo en pendientes). Así se me antoja San Francisco cuando me quita el aliento subiendo la cuesta arriba, no sólo por el espectáculo, que es digno de cortar la respiración, sino por el efecto asfixiante del ejercicio mal traído empujando un carrito de niño. Y el premio al desaliento se lo lleva Lombard Street, esa calle en la que los niños no pueden jugar a la pelota, al menos no más allá de la primera patada, en la que irremediablemente el esférico rodará zigzagueando unos 200 metros y suma y sigue conectando con las calles que empalman colina abajo hasta llegar al mar.

Allí se parará inseguro, justo en aquel lugar desde el que puede divisarse Alcatraz,  la famosa prisión en la que permanecieron cautivos personajes tan famosos como el mismísimo Al Capone. Una atracción turística un tanto curiosa, una isla en medio del Pacífico, separada de la bahía de San Francisco por la distancia justa para morir pelado de frío si intentabas escapar de ella.
Claro que cuenta la leyenda que tres presos lo consiguieron... Para el que no haya visto la película "La fuga de Alcatraz", es un retrato fiel a la historia de tres reclusos extremadamente listos que ingeniaron un plan maestro para escapar, utilizando papel maché para hacer caretas de sus propias caras y fingir que dormían mientras escapaban por el conducto de ventilación. Puesto que la prisión cerró sólo unos meses después de esta aventura, las celdas (caretas incluidas) son ahora objeto de admiración de turistas, que se fotografían entre rejas frivolizando la privación de la libertad, el bien más preciado del ser humano.Yo, para no ser menos, también me hago la foto, pero más por el efecto del boli bic y la escala que por frívola, que también. Y así comprendo que esos hombres pasaban sus días encerrados en apenas dos metros cuadrados, excepto cuando eran castigados a permanecer en las celdas de máxima seguridad, aún más pequeñas y sin luz, y encima sin poder salir al patio. La visita guiada a Alcatraz es, sin duda, una de las cosas más curiosas que he visto nunca. Es curioso que una cárcel esté en una isla, en toda la isla. Cuentan los presos que aún siguen vivos que cuando el aire soplaba en el sentido correcto podían oír las risas de la gente festejando al otro lado de la bahía.

Desde los agujeros mal llamados ventanas de los muros del presidio puede verse el Golden Gate Bridge, el famoso puente rojo que Mapfre iconizó hace años y que es, sin duda, el sello de esta ciudad. También paseamos por él, lejos de cruzarlo... es bastante largo y hacía demasiado viento. Me hace pensar en su hermano pequeño, el Paquito (guiño a mi Sevilla del alma). Lo más sorprendente de este puente es su arquitectura, ¡que permite que oscile 8 metros de lado a lado cuando sopla el viento! Parece mentira que una estructura de hierro tan pesada pueda moverse como una pluma. Desde allí, pequeñita, también puede verse Alcatraz.
Pero sobre todo San Francisco es una ciudad para pasear, con muchos parques, con terrazas, sobre todo en la zona del puerto, donde hay un mercado parecido al de San Miguel que vende "tapas" artesanas en medio de un ambiente hipster. Desde allí nos paseamos orilla arriba hasta el Fisherman´s Wharf, un lugar repleto de gente donde puede comprarse pescado fresco para comer allí mismo. Junto a él, el Pier 39, un lugar estupendo para viajar con niños, ya que tiene un tiovivo, tiendas de golosinas, espectáculos callejeros y un sinfín de actividades y colores.

Pero no todo es color y vida en San Francisco, también hay una cantidad ingente de indigentes, borrachos y gente de extraños principios campando por todas las calles. Eso hace que huela rancio y dé un poco de repelús en según qué zonas, sobre todo el centro.
Imagino que el buen clima favorecen este estilo de vida como ya advertí en Seattle... Sin embargo, a mí me parece que éstos están un poco más idos de la cabeza, mucho loco gritando al mundo y jurándole distancia eterna al agua y al jabón.
Y por último, pero sin duda lo más carismático de esta ciudad, ¡los tranvías! Arriba y abajo sorteando grados de ángulos imposibles, estas máquinas viejas pero exquisitamente preservadas se pasean por toda la ciudad. Y no sólo los turistas, ojo, aquí los sanfranciscanos también van a trabajar en tranvía. Probablemente no tanto en Cable car, cuyo precio es algo más elevado pero puedo asegurar que merece la pena, aunque sólo sea por ver cómo lo cambian de sentido manualmente cada vez que llega al final de la ruta. Por no hablar de la gente colgando por fuera como si estuviéramos en la India... ¡Me encanta esta ciudad!




Todo esto y más, en una ciudad en la que, sin duda, podría venirme a vivir, si no fuera porque está tan lejos de España y separada de ella por 9 husos horarios. Así que, de momento, mejor nos quedamos en Boston, que no tiene tantas terrazas ¡pero sí el mismo sol en verano!

sábado, 12 de mayo de 2018

Hawaii, ese paraíso terrenal

Cuando Mecano cantaba "Hawaii, Bombay, son dos paraísos..." yo de hecho pensaba que esos dos sitios debían de estar cerca. Pero no, resulta que están a 20 horas de avión...
Pero claro, es que Hawaii es el lugar más aislado de toda la Tierra. Ese pequeño archipiélago en medio del Pacífico que fue tan protagonista de la Segunda Guerra Mundial es ahora un destino turístico de maduritos y maduritas, de familias adineradas con niños y de científicos que acuden a un congreso en pleno corazón de O´ahu. Honolulu me recibe atemperada, en un aeropuerto que dadas las condiciones meteorológicas han decidido dejar abierto a modo de eterna terraza veraniega. Mis pies pisan suelo hawaiano pero mi corazón se siente en Canarias. De alguna manera estas islas volcánicas me recuerdan bastante a las nuestras, sólo que mucho más caras y con más playas blancas que negras. Aquí en vez de bolso llevan tablas de surf bajo el brazo, y llegar a la playa es un paseo laberíntico entre complejos hoteleros y tiendas de lujo. Nunca había visto un sitio igual, nos quejamos de Torrevieja, "asfaltao hasta la orillica", pero al menos el paseo marítimo se respeta. A diez metros de la orilla del Pacífico, se alzan monstruosidades de 20 pisos que arrojan sombra sobre Waikiki a eso de las cinco de la tarde. Claro que anochece a las 7, y eso hace que la gente acuda a la playa tan temprano que en España se encontrarían con que está llena de trasnochadores haciendo botellón. Curiosamente, en esta playa nunca anochece del todo, porque dos enormes focos apuntan a la orilla para que los que se alojan en los hotelazos puedan ver el mar hasta de noche, para desgracia de los jóvenes que buscan rincones oscuros y de los románticos que aún buscamos estrellas fugaces a las que pedir deseos. La verdad, nada que envidiar a nuestras playas.
Eso sí, unas gafas y un tubo son suficientes para meter la cabeza en Waikiki y encontrar peces de colores alucinantes, chiquitos, enormes, gorditos... ¡hasta de lunares! Y las aguas son tan cristalinas que puedes verte los pies y hasta los pelos de las piernas. Qué placer, qué relax, qué ganas tenía de vacaciones...
Parece mentira que fuera aquí donde empezó la Segunda Guerra Mundial. Para quien no haya visto "Pearl Harbor", es esa bahía hawaiana donde los japoneses atacaron por sorpresa a los americanos, hundiendo toda la flota estadounidense, y acabando con la vida de más de dos mil soldados, con una media de edad de 19 años, de los cuales más de la mitad sigue formando parte de la tripulación difunta del USS Arizona, que se hundió tan rápidamente que dejó atrapados los cuerpos y nunca han podido rescatarlos. Encima del barco, que puede verse desde la superficie del agua, han hecho un Memorial sobre el que no pudimos poner pie porque esa misma mañana había empezado a resquebrajarse el embarcadero... Aun así, nos empapamos de la historia de Pearl Harbor, y dando marcha atrás en la memoria histórica de lo que aprendimos hace dos años en Hiroshima, descubrimos este sitio estratégico donde los japoneses decidieron declarar la guerra a Estados Unidos de una forma un tanto grotesca. Me resulta difícil entender que un lugar tan bonito haya albergado tanto horror.
Pero Hawaii no sólo es interesante por la parte histórica que le toca, que es mucha, sino por su inmenso interés geológico. Aquí están los volcanes más activos del mundo, ¡¡¡y se pueden visitar!!! ésta es una de las razones que me hizo arrastrar a esta isla remota a Dani y a Inés, que se pegaron 14 horas de avión y 6 de diferencia horaria en aras de disfrutar de unas merecidas vacaciones en familia.
Pero cuando más confiados estábamos disfrutando de Waikiki, a dos días de coger el avión destino Big Island... ¡buuum! El volcán más activo de todo Hawaii, el Kilauea, decide que ha estado mucho tiempo dormido y que es hora de despertar, de brincar, de escupir lava... y entra en erupción con una furia que ha dejado de momento, 117 acres de tierra destruidos, más de 30 casas y amenaza con producir una explosión magnánima y magmática que tiene a todo el mundo en jaque. A pesar de que los hoteles consideran que no hay que alarmarse, que estamos a 45 millas del volcán... a mí que me llamen cagueta, pero yo no me arriesgo a llevar allí a Inés. Total, si no vamos a ver volcanes (porque yo así, tan de cerca, pues tampoco necesito verlos, gracias)... Así que procedemos con las cancelaciones pertinentes, coche de alquiler, hotel... cambios de billetes... y nos plantamos en San Francisco, que también se está calentito y de momento no amenaza con echarnos a base de ríos de lava. Prometo un próximo bostonadas en San Francisco.