martes, 4 de mayo de 2021

Puerto Rico: Un lugar para quedarse



"Puerto Rico es un lugar para quedarse a vivir", por eso el burri se quedó rezagado en el arco de seguridad del aeropuerto y nunca cruzó al otro lado. Se soltó de la cadena como un escapista jugando a "fuga" en la plazoleta. En Puerto Rico se está calentito, hablan nuestro idioma, tienen las mejores playas del mundo y se come de maravilla. Arepas, tostones, pastelillos, mofongos, chicharrones, alcapurrias, mero con salsa criolla, chillo frito, mango jugoso, aguacate gigante... Si lo riegas con piña colada ya no querrás irte jamás, sobre todo si lleva ron y te lo estás tomando en una terraza del viejo San Juan que bien podría estar en La Latina (pero con playa...). Ponle horas al reloj, salsa a las palabras, ritmo a las calles y alma a las personas. Cercanos, familiares, amables, cariñosos, sin complejos... así son los puertorriqueños, y entre gente así me gustaría quedarme. 
Las sirenas viven en el Caribe, he visto una todos los días, surcando las olas y haciendo castillos de arena blanca. "Soy una sirena", me decía, "la última de mi especie, las otras se han ido marchando a otros mares, pero yo me quedo aquí, porque Puerto Rico es un lugar para quedarse". Se peinaba los rizos en dos coletas, hartas de arena, conchas y corales. De vez en cuando salía del agua para buscar dólares de arena. La primera vez que vi uno me pareció una pieza única. La simetría radial que estudié en zoología hace ya tantos años allá en la carrera. Esa perfección natural que sólo los equinodermos presentan como destinados a ser collares. Pero son frágiles, hay que saber conocerlos, y el primer día aprendí que no puedes echarlos en una bolsa de playa y dormir sobre ellos de cualquier manera.
Por suerte, las sirenas trajeron muchos más a adornar las orillas, y pudimos compensar la torpeza con mimo renovado. Nunca vi conchas de colores sin ser artificiales. Conchas rosas, moradas, blanquísimas impecables con sus crestas onduladas como las rufles. Se abandonan en la arena tomando el último rayo de sol, algunas tiroteadas por los picos de las aves pescadoras. Son tan chiquitas que parece que en este mar sólo hubiera juventud. Sin duda aquí está la fuente de la eterna juventud, porque a mí se me cayeron unas cuantas arrugas y el cansancio de los ojos. Puerto Rico me ha devuelto la energía que se llevó el COVID, las vacaciones en familia, el sabor de la felicidad. 
Sus callecitas de colores te contagian de buen rollo. Si hasta te da igual que llueva un poco cada día. 
En el Yunque un rato diluvia y al minuto sale el sol, es como Nueva Inglaterra pero con variantes de buen clima. Este rainforest que quedó arrasado por el huracán María en 2017, resurge de sus astillas y apunta al cielo con determinación. Sólo se oyen los pájaros cantando a pico pelado, el agua que resbala de las hojas y nuestros pasos mancillando este sustrato mágico de vida eterna. 


Puerto Rico es un lugar para quedarse, eso pensaron los colonos que envió Carlos III, y así irguieron el castillo de San Felipe del Morro a modo de fuerte amurallando la entrada a esta isla paraíso en la que se quedaron para engendrar mestizos y sembrar palabras que ya no son sólo nuestras. Y muchos años después los americanos lo usarían para fines similares en la Segunda Guerra Mundial. A pesar el contexto bélico y violento, es un emplazamiento precioso y una visita obligada.

En Puerto Rico no sólo se bebe piña colada y mojito, también historia y arte a raudales. Me enamoraron las pinturas, esculturas y todo tipo de artesanía tan nuestra y tan diferente del frío talento norteño. 


Aunque sin duda el lienzo que me hizo pensar en quedarme fueron las playas paradisíacas de Vieques, una de las Islas Vírgenes que salpican el Caribe. La Chiva se abrió entre palmeras sólo para nosotros, y nos regaló cien tonos de azul haciendo honor a su nombre anglosajón "The Blue Beach". Y vaya si mereció la pena el ferry y el paseo en fregoneta, todo por verme los pies como en una vitrina de aguas cristalinas. Así que aunque ya se acabó y volvimos al frío primaveral de Boston, en Puerto Rico se quedó el cansancio, la frustración y el miedo pasados, se quedó la incertidumbre y las paredes sin ventanas, y al volver se abrió la puerta a una nueva etapa, aquella en la que los inmunizados somos cada vez más y estamos un poquito más cerca de tocarnos. 



  

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