domingo, 28 de agosto de 2022

Cero: Hasta siempre, Boston

Hace ya dos meses que partimos con sentimientos encontrados en el fondo de doce maletas. Doce maletas que albergan once años de historia de una familia de uno que se multiplicó por tres y pico (siendo el pico una gata vieja que nunca imaginó un round trip). Mientras enrollaba mi ropa en paquetitos diminutos para amortiguar los golpes en las esquinas de los cuadros y otros enseres aún más delicados que viajaron apretujados entre juguetes y jerséis, pensaba que en algún momento me llegaría la pena. Mientras seleccionaba cuchillos de colores y envolvía copas en papel de burbujas, siempre tuve la seguridad de que (más pronto que tarde) el sentimiento onírico habría de verse relevado por un gran vacío. Mientras veía irse todas mis pertenencias en manos de extraños y amigos, pensaba que algún día las echaría de menos y la coraza de cristal se me rompería en mil pedazos. Pero hasta hoy, sigo engranando. Me he quedado repleta de recuerdos que se han venido conmigo en muchas formas: algunos, como mis querid@s "White Mountains",  han entrado a formar parte de nuestra lista de lugares especiales en un vinilo que ya se yergue orgulloso sobre la pared del nuevo hogar; otros se han ido colocando en las palabras cotidianas, en los dichos, en el Spanglish fabricado a lo largo de una década que parece ocupar mucho sitio en nuestra mente y nuestras almas. Algunos no son recuerdos, sino formas de existir, como esa educación tan firme que entre todos hemos forjado en la comuna para nuestros vástagos. Vértigo me da el salto al hastío.

Boston nos ha cambiado por dentro y por fuera. Me miro y veo lo poco que me importa ir depilada o no, llevar raíces del tinte, el flequillo hacia atrás con horquillas y pantalones de hace 10 años. Boston me ha quitado la caspilla de superficialidad que ahora veo me sobraba, me ha quitado la necesidad de opinar sobre los demás, sobre todo cuando no me atañe en absoluto. Boston me ha abierto los ojos para ver a todo color y en tres dimensiones las cosas que de verdad importan, mientras que las que no, se han hecho tan diminutas que apenas las aprecio. También me ha dado seguridad en mí misma (aún más, si cabe) para comprender que lo importante son las personas, los momentos, lo que sabes (aunque no lo digas... sobre todo si no lo dices), lo que haces sentir a los demás y la huella que vas dejando en el mundo. Me doy cuenta de que sin estos once años mi huella sería mucho menos profunda, más común, más errante y menos definida. Ahora me toca esforzarme por no perder los andares, las formas, lo aprendido y la apertura mental. 

Vengo con el molde preparado para lo que haga falta, elástico y optimista para acoger todo lo que viene. Aunque la que va soy yo, o vengo, pero no vuelvo, eso sí que no. No vuelvo porque el tiempo no existe y los lugares cambian mucho en once años. Incluso las gentes que antes conocí ya no son las mismas para mi nuevo yo, porque no te relacionas igual con 30 años que con 41 ni recorres los caminos con los mismos zapatos. Yo no soy la misma, ni parecida... soy un poco mejor. Me he bajado de los tacones de la ignorancia y me he puesto unas chanclas cómodas, sin calcetines, porque tampoco hay que perder las raíces y volverse locos, pero sí que he aprendido a recorrer los mismos lugares con ojos nuevos. 

He decidido no echar de menos Boston, que no sea raro que ya no vayamos a volver. He decidido quedarme con las sumas, con las risas, con el recuerdo del frío de la calle y la calidez del hogar. He decidido mirar las fotos de la familia bostoniana con la nostalgia de una abuela que revive sus años jóvenes sin dejar de sentir que ahora es más sabia. He decidido mirar hacia adelante e intentar alcanzar esos sueños aún por cumplir en territorio español. Siempre hay sueños, siempre hay luces. Y encima hay jamón y familia.

De momento, tengo el mar, cada día paseo kilómetros por esa arena blanca infinita que siempre y nunca es la misma. Tengo el sol, predecible y cierto, caliente como ya casi se me había olvidado. Tengo las perseidas, que van y vienen y me llenan las noches de verano de deseos formulados en silencio. Tengo aún maletas por deshacer, para poder redescubrir poco a poco de dónde venimos y cómo vamos a caminar a partir de ahora. Tengo pedacitos de Boston en cada bolso, en cada bolsillo, en cada zapato y en cada joyero, cuelgan de las paredes, me adornan el pelo, los canto bajito y juego a esconderlos. Es maravilloso encontrarlos de repente en los lugares más inesperados. Es un privilegio tener tanta riqueza en tan poco espacio. 

Hasta aquí crónicas de una era que compuso la parte más importante de mi vida, a partir de ahora toca reinventarse y seguir absorbiendo la vida a tragos largos. Sigo aprendiendo, sigo empapándome, sigo agradecida por estos once años. 

Hasta siempre, Boston, cuídame a los míos y no tengas prisa por volver.