miércoles, 15 de abril de 2020

Mapas

Pues yo cuando cierro los ojos, me adentro y me pierdo en mi mapa, que no es físico, ni político, sino más bien un enredo de cicatrices del alma que han ido encalleciendo de mucho pasar los dedos por encima. Toco las costuras del corazón remendado con trocitos de España y me desplazo, me despedazo, voy de la Puerta del Sol de Madrid a la Plaza de España en Sevilla en el mismo aliento contenido que se esconde detrás de una máscara color mostaza hecha a mano en Massachusetts. Pongo un pie a remojo en el Mediterráneo que vierte risas en la playa de La Mata y el otro en El Rompido donde siempre llegamos patinando, qué suerte que hoy hemos cogido un día bueno, no como la semana pasada que nos resbalábamos en las cuestas. El Levante me vuela el flequillo y me da calor y frío, porque a esta casa sin ventanas llega más fuerte que el Lebeche. Aun así he cogido mi barco para recorrer la bahía con los ojos cerrados, total, qué patrón necesita conocimientos de náutica para navegar bien a la deriva. Desde hace semanas ando perdida como si me controlara un gato, no sé qué humor ponerme para estar más favorecida entre mis paredes mentales. Con el sol, las cicatrices se van difuminando y pierden apresto, pero los tejidos gruesos, como el músculo cardiaco, tienen mejor memoria que la piel finita de los párpados. Por eso las lágrimas no son tan densas como la sangre, y por eso también se derraman con mucha más facilidad. Pero a mí estas costuras no se me borran, como no paro de tocarlas, de viajarlas, de pensarlas, de rascarlas... qué manía más tonta la de abrocharse a los recuerdos. Y qué mentirosos son, porque en mis recuerdos Madrid está siempre llena de gente, y no se puede andar por esas calles estrechitas, sobre todo cuando hace bueno, en primavera, que todo el mundo quiere beberse la alegría de Madrid. Y en cambio ahora, sólo hay miedo, sólo hay cuerpos cabizbajos y miradas encerradas en balcones cerrados a cal y canto. Pero yo cierro los ojos y ahí estoy, con mis hermanos, de risas con unas cañas que nunca parecen vaciarse, o en la terraza de mis padres oyendo a la Juani dar voces. Lo que pasa es que esta irrealidad virtual es una cabrona, porque mientras me mulle el asiento para empezar la próxima reunión familiar por zoom, también me recuerda que a saber cuándo podemos salir de la pantalla para volver a sentarnos a la misma mesa, para darnos codazos mientras nos reímos del prójimo que está ahí mismo, al otro lado de la mesa, sumando años, arrugas y canas y perdiendo el temperamento mientras nos pasa un trozo de pan. Y el gato este que mueve los mandos dentro de mi cabeza se baja corriendo porque ha visto una mosca y mi mente se queda vacía de propósitos y de enmiendas, y ya no sé si de verdad me creo que queda poco o si prefiero no pensarlo. Pues es que vivo muy lejos, y la incertidumbre se me multiplica con las relaciones internacionales, porque ya no dependo tanto de poner un pie en la calle como de ponerlo en un avión para cruzar medio mundo. Si la distancia impuesta no me permite sentarme tan cerca de otros que viajen en sus propios mapas, a lo mejor pasa demasiado tiempo hasta la próxima vez que pueda ampliar cicatrices en el mío propio. Pero otros días me pongo el humor flamenco, y entonces se me olvida que no llevo flor ni tacones, porque me visto por dentro de alegría y de ganas de bailar, y me dejo llevar por el duende que me canta a todas horas. Acepto la realidad como se ha empeñado en mostrarse, áspera por fuera pero bonita por dentro, porque mira, mientras el mundo ahí fuera se ha parado para demostrarnos que no somos dioses sino seres diminutos, nuestro mundo interior por fin puede crecer libre de la cárcel contaminada de monóxido de carbono en que lo teníamos encerrado. Y ahora, en mi mapa, por fin vuelvo a ver la sierra que se dibuja en las postales de Madrid, y las aguas cristalinas de los ríos hasta suenan al rozarse, aunque hacen un eco que nadie puede oír, y están ávidas de pies descalzos que vuelvan a caminar a contracorriente. Porque la realidad es que cuando esto pase, y las ventanas se abran y los brazos se abracen, tardaremos demasiado poco en guardarnos las manos en los bolsillos, ésas que ahora sacamos por los barrotes para agarrar con fuerza el mundo que nos ha puesto boca abajo.