sábado, 18 de julio de 2015

Escena Latina Teatro: Bodas de Sangre


En aras de reconciliarme con esa parte de mí tan de letras que vive en las sombras, me he enrolado en el mundillo del teatro para entregarme hasta la médula a Escena Latina Teatro; con mucho gusto, porque las cosas o se hacen bien, o no se hacen. "Entre mujeres" fue un tímido preludio de lo que vendría un par de meses después: "Bodas de sangre" del gran Federico García Lorca.
En principio ni si quiera iba a participar, la mitad de las actuaciones me pillaban de vacaciones en España; pero una cosa llevó a la otra y me encontré encarnando a la sufrida madre de esta triste historia que tiene lugar en Andalucía en 1933. A pesar de mi juventud, me sorprendí empatizando con ella con una capacidad inaudita. Esta mujer viuda, que perdió a su marido y a su hijo mayor en sendas reyertas, vive atormentada ante el presagio de lo inevitable. Los filos de las navajas no los afila el diablo, sino la necedad del hombre, y ella sabe desde el principio que el sino de su casta está escrito con un charco de sangre en mitad de la calle. Una madre coraje, fuerte por fuera, tierna por dentro, que me recuerda tanto a esas vecinas de mi abuela que vestían de luto, que casi puedo visualizarla tomando el fresco en la plazoleta en las noches de verano. Yo, que soy alma desertora de primera generación, vuelvo a mis raíces a través de esta obra magistral de la literatura española para comprender que, a pesar de la evolución y del feminismo, hay algo que hace que las mujeres se reconcilien con su estado primario cuando son madres. No me puedo imaginar lo que es quedarse viudo, debe de ser como si te arrancaran un trozo y saber que el hueco nunca más volverá a llenarse. Pero desde luego perder a un hijo ha de ser como quemarse por dentro, reducirse a cenizas, y saber que por mucho que resurjas como el ave fénix, ya nunca volverás a ser una persona completa. Creo incluso que la propia mortalidad pasa a un segundo plano, la importancia es relativa y supongo que existe un enajenamiento temporal que te debe de llevar incluso a desear estar muerto.

 La tragedia de bodas de sangre se basa en la historia de Francisca Cañadas y Paco Montes, que eran primos y se fugaron juntos horas antes de que ella se casara con otro, que era además el cuñado de su hermana.

En la historia real el amante muere a manos del hermano del novio, y la novia casi muere a manos de su propia hermana, despechada al saber ensuciado el nombre de su familia.  Lorca dota de magia romántica esta historia que poco tiene que envidiar a la de Romeo y Julieta, y la convierte en una tragedia lírica que ha sido representada cientos de veces en diferentes idiomas, aunque he de decir que ninguna traducción hace justicia a las palabras del maestro Federico.  Supongo que porque a mí las letras en español me llegan muy adentro y tocan todas esas fibras que sólo mi lengua materna sabe hacer vibrar. De hecho, la compañía de teatro Apollinaire también ha representado en paralelo la misma obra versionada en inglés, con diferente elenco y director, y con un gran componente musical, pero a pesar de lo bien que lo hacen, a mí me sabe a poco. Las palabras de Lorca saben dulces y ácidas a la vez, puedes paladearlas y te dejan un gusto a delirio en la boca que es casi palpable. Una vez dichas o escuchadas, envían señal de saciado al corazón, que conquistado de poesía manda lágrimas a los ojos, quienes no pueden contenerlas en la escena en que la novia escapa con Leonardo y se declaran amor eterno en el bosque, perseguidos por el novio y toda la tropa que viene a matarlos. Es, simplemente, el maestro destilando arte en cada página, en cada frase, en cada palabra que, dicen los sabios, tiene una razón de ser. No hay una que sobre ni que esté de más, todas guardan un significado, una intención, todas han de interpretarse con sumo cuidado para poder ver aquello que el poeta nos estaba intentando mostrar.
Y sumado al privilegio de haber dado vida a este personaje tan carismático, me quedo con las largas horas de trabajo que he compartido con mi nueva familia, Escena Latina Teatro, que me arroparon desde el primer día con su calor caribeño. Me quedo con las risas, con el Spanglish, con las quesadillas... y ¡hasta con las picaduras de mosquito! Fueron días duros de ensayar hasta las tantas de la noche, pero qué a gusto me moría de sueño al levantarme por las mañanas. Fueron tardes de ayuno que me dibujaron la línea del bikini a marchas forzadas, pero qué ricas sabían las cenas de Dani a medianoche.
Y no sólo en el recuerdo, sino en la certeza de los años venideros, he ganado un elenco de caras nuevas que poco a poco se han ido haciendo familiares, de voces teñidas de todos los acentos que admite el español y que han ido enriqueciendo la locución de esta española que lo es más, si cabe, cuando está rodeada de todos ellos. Gracias a todos por extender una raíz desde las plantas de mis pies hasta lo más hondo del suelo de Boston, porque siempre habrá un motivo para quedarse...

martes, 14 de julio de 2015

Ruta 66 y Gran Cañón




En nuestro apasionante viaje a Las Vegas, no podíamos dejar de visitar el Gran Cañón del río Colorado. Eso sí, para llegar hasta allí, no hay mejor mapa que la famosa ruta 66. A pesar de que atraviesa el desierto, de que los pueblos que salpica son diminutos y olvidados, y de que da un pequeño rodeo para llegar hasta el cañón, merece la pena la magia de desordenar ese polvo de estrellas sobre el que tantas películas del Oeste han rodado.
Un sueño más, recorrer esta vía galáctica de carromatos y asfalto en compañía de mis hermanos, mis sisters y mi compañero de viaje. No se puede pedir más. ¿O sí? Alquilamos un coche de 7 plazas para no perdernos los chistes, las impresiones, las risas... y, como dice aquella que nos parió, para tener las mismas batallitas que contar cuando seamos viejos.
 Colgados de un sueño, dejamos Nevada y llegamos a Flagstaff, una ciudad en medio del desierto de Arizona. En principio un lugar en el que pasar la noche antes de partir para el gran Cañón, en la práctica, se convirtió en un viaje hacia el centro del universo. Visitamos el observatorio y nos quedamos ojipláticos cuando, a través de un gran telescopio, observamos Saturno ¡con sus anillos y todo! Venus, lucero del alba, es un punto brillante al lado del lejano Júpiter. Plutón lucha por no dejar de ser un planeta. Pero sin duda lo más apabullante, doña Catalina. Satélite de plata y sal que nos vigila señorial desde su cuna privilegiada. Nos asomamos a ese telescopio que es en realidad un abismo hacia la inmensidad, allí está la Luna cubierta de cráteres, que ahora sabemos que se deben a impactos de meteoritos... pobre luna, está hecha un Cristo. Si la miras a través de este tubo mágico, te aseguro que puede hechizarte.
Pero si creíamos haber visto cosas extraordinarias, aún nos quedaba por ver una de las 7 maravillas del mundo.

Amanecemos con ansias por ir a visitar el Meteor crater, el cráter causado por el impacto de un meteorito que cayó hace unos 50.000 años y que es el que mejor se conserva en toda la Tierra (por aquello de estar en medio del desierto, que ahí no crecen ni malas hierbas). Y aunque las fotos no hacen justicia a este enorme agujero de 140 metros de profundidad y más de 1 kilómetro de diámetro, es alucinante pensar lo que puede haber en el espacio exterior. Allí tienen también pedazos del meteorito culpable, los más grandes encontrados. ¿habéis tocado alguna vez algo procedente del espacio exterior? ¡¡¡YO SÍ!!!

Y ya por fin nos ponemos en camino hacia aquel lugar que he querido visitar desde que era pequeña, y que, sinceramente, no podía imaginarme cuánto merecería la pena. Por primera vez desde que escribo este blog, encuentro serias dificultades para definir una vivencia: inconcebible, magnánimo, impresionante, inmenso, sobrecogedor... Una magnitud que sin duda sólo puede medirse con unidades extraterrestres.
 No importa cuánto haya caminado, cuántos países haya visitado, cuántos años haya vivido ni cuántos recuerdos vengan a mi mente, esto es simplemente inexplicable. Hay que ir, hay que creer, hay que sentarse a mirar y darse cuenta de lo pequeño e insignificante que es el ser humano.   Una extensión de 500 kilómetros de largo y 30 de ancho. Tan inmenso que ni si quiera el eco encuentra dónde rebotar. Es tan tan irreal que cuando te haces una foto parece que estás delante de un póster. Es un croma, es ficticio, es imposible... es sobrenatural.


A pesar del calor y de los kilómetros que llevamos a las espaldas, la paz que sentimos encuentra un lugar para inundarnos. Mirar hacia abajo ni si quiera da vértigo porque no ves el final. Lo mismo ocurre con el horizonte, que se dibuja detrás de cada montaña pero, a la vez, no está ahí, sino detrás de la siguiente, y así hasta hacerse infinito.

El Gran Cañón se pinta de rayas como las tribus de indios americanos que todavía quedan por estas zonas. Es un dios tribal en forma de masa de tierra que se abre como desgarrada dejando a la vista todas sus capas, todos sus colores, toda la paleta de los cálidos que se difumina entre amarillos y rojos. Estratos de caliza, arenisca y arcilla que parecen arder cuando se pone el sol.
Mires donde mires, árboles, piedra, ramas, grietas, roca, cielo, tierra... organizado como si de una estructura cristalina se tratara.
El río Colorado, ahora tímido a su paso por esta garganta gigantesca, ha ido erosionando y excavando el terreno mientras que la meseta se ha ido elevando. Así, a lo largo de millones de años, ha terminado de pintar este óleo que firma como anónimo pero cuya autoría no puede negar. Una vez más, dudo de mi ateísmo porque esto me parece obra de los dioses.

Vimos el cañón desde su lado Sur, y luego fuimos conduciendo por la escarpada carretera que lo bordea hacia el este, hasta llegar a "desert view", donde, como su propio nombre indica, se puede ver todo el desierto.
Sólo que este desierto es un tanto especial, algo postinero, y por eso se llama "el desierto pintado". Los estratos en las montañas han creado ese efecto que hace que parezca que alguien las ha delineado.
Kilómetros y kilómetros de montañas con faldas a rayas que hacen del paisaje un recorrido sin igual hasta el estado de Utah, donde teníamos reservado el más pintoresco de los moteles de carretera para pasar la última noche de la expedición. 
Nos recibió la dueña con su sombrero de vaquera y sus botas de chúpame la punta. Cada habitación decorada en base a un tema, cada cual más rocambolesco... Y lo mejor, la caravana metálica que hace las veces de restaurante y donde sirven unas hamburguesas que saben a gloria bendita. Y para desayunar, huevos rancheros y frutas recogidas del paraíso. 
Todo sabe bueno en esta tierra, porque sabe a paz y a naturaleza.
El último día visitamos el Zion national park, que es también un cañón impresionante, pero claro, el hermano pequeño del otro... Y vuelta a las Vegas en nuestra caravana de los sueños donde he pasado algunos de los días más felices de mi vida. ¡Qué bien saben los viajes en familia!