sábado, 31 de diciembre de 2016

Adiós 2016

Te marchas habiendo dejado ese regusto dulce de las cosas bien hechas. De lejos, sin el jaleo de las voces de los que hablan todos a la vez, sin las caras frías de los que entran de la calle, con el ronroneo quieto de la tranquilidad a bajo consumo, descansada, sintiendo el burbujeo de la sirena que nada en mi vientre con sus ancas de juguete. Miro atrás de soslayo, ni si quiera he de darme la vuelta completa para verte marchar, porque aún estarás aquí por otras 6 horas, ya no allí, donde eres sólo un recuerdo y un obstáculo superado, pero aquí las estrellas conspiran en coordenadas diferentes.
Muchos son los que se vuelven aprisa para darte la espalda sin piedad, yo en cambio, agradecida, me requedo un poco más en tu regazo. Me trajiste un asa grande, para asirme a las raíces que, cuando quise mirar, ya se habían extendido más allá de lo que recordaba. Crecieron por debajo de las sábanas, de la tarima, bajaron por las escaleras y llegaron hasta el mar, enroscadas en la arena del fondo sin bombona ni escafandra, se adentraron con decisión hacia las profundidades del Atlántico. Cuando quise darme cuenta ya eran fuertes, ya podían sostenerme, incluso en esos días en que la duda aún me empujaba a tambalearme. Me abriste presto el escenario de una vida que ya estaba protagonizando, sin condicionales, sin supuestos, simplemente con el traje de estar por casa que va tan bien para sentirse seguro.
Así que me queda el regusto del agradecimiento, de la ilusión, de haber bailado intensamente todas las canciones que tocaste para mí. Por eso, con cierta nostalgia, y echando de menos a los míos, te despido y quedo agradecida por todo lo bueno que me diste. De paso, ensancho mis miras, y sigo llenando mis pulmones, cojo aire para lo que está por venir, todas las fuerzas serán pocas... Adiós 2016, un buen año en muchos sentidos, un recuerdo de purpurina y oro que guardaré celosa en el mejor espacio de mi memoria.
Feliz Año Nuevo a todos.

lunes, 28 de noviembre de 2016

Acción de Gracias 6.0

Ya tocaba, digo yo, ser anfitriones de este día tan señalado en la cultura americana. Cinco pavos fueron asados en otros hornos, a la espera de que un buen día, medio americanizada ya, esta servidora se dignara a usar su propio horno para tan esperado asamiento.  Gravy de tetra brick, mashed potatoes a mansalva, como si no costara, como si se nos hubiera ido de las manos y hubiéramos pelado unos 3 kilos de patatas... y claro, pues había de cocerlas, y aplastarlas, y sazonarlas... y mantequilla que no falte, ay de ti si piensas que el aceite de oliva tiene algo que hacer en esta receta. Para receta, la del pavo de Miquel, que consiste en apuñalar primero a la víctima ya expuesta de patejas hacia arriba, con ese agujero que lo hace parecer una vasija enorme dilatando. Después, por debajo de la piel, una buena friega de mejunje a base de cilantro, salsa perrins, azúcar y ajos como si fuera mi padre el que los pelara (vamos, ingencia infinita). Bien embadurnado entre músculo y pellejo, por dentro y por fuera, se dispone a pasar unas cuantas horas en el horno, llorando jugos, alimentando nuestras expectativas que mientras tanto se van nutriendo de aceitunas, paté de ídem, queso manchego, salsa de arándanos y otras delicias, que al fin y al cabo, en lo que consiste este día es básicamente en llenar el buche en un no parar de ir y venir con pizcas de todo un poco. Y para el que pueda, un buen Rioja de la otra tierra.

El relleno, de dos tipos, porque las cosas o se hacen bien o no se hacen. El tradicional, hecho a base de pan y que viene preparado para abrir y remojar (no vayamos a venirnos arriba con la receta de todo hecho desde cero, ni que fuera esto Castilla). Y luego el otro, el exótico, a base de arroz, frutos secos y pasas (de las manzanas más bien nos olvidamos, aunque también llevaba en la receta original), todo cocido en los jugos del ave que, como no fueron suficientes, hubieron de adulterarse con vino blanco (que a mi madre siempre le ha funcionado con el pollo, y total, pollo y pavo debieron de ser lo mismo en algún momento ancestral). Este arroz quasicocinado se introduce por la trasera del ave dorada que empieza a oler que alimenta, y terminará de hacerse en aquel lugar que una vez ocuparon las entrañas y por donde ahora se le escapa la vergüenza a la pobre criatura. Vamos midiendo la temperatura en pechuga y muslos, sin tocar hueso, con un termómetro exactométrico que decide cuándo es el momento adecuado y álgido en combustión. Y mientras, regando con la megapipeta, no se nos vaya a secar el tema.
Por fin, a eso de las 5 de la tarde, llega la hora de la verdad: ¡El trinchamiento del pavo! ¡Qué nervios! Armados de cubertería recién estrenada y con más apetito que hambre, metemos mano al esperado manjar que empieza a tornarse del color del tizne por la vertiente externa.
Cuchillos y tenedores contra platos: clic clic clic... nadie habla, un buen dictamen conlleva una gran responsabilidad... Un pedazo de composición artística vuela hasta mi boca pilotando un tenedor que se agita con regocijo: ooooh sí, este pavo sabe a experiencia nueva de esta madrileña en USA, a hogar, a amigos sentados a la mesa, sabe a razones por las que dar las gracias en este día tan señalado. Y de paso, gracias a la vida, que me ha dado tanto...
48 horas después ya estábamos recelebrando el Thanksgiving de las sobras, con la población multiplicada por 3 y aún así incapaces de dar fin a tanta pechuga y alas... ¡parece que hayamos cocinado un velociraptor! Hasta la Loli ha degustado este plato rebosante de carisma... si al final hasta la gata se me hace americana... Porque donde uno va, siempre ha de apropiarse de las buenas costumbres. Y de postre, ¡tarta de gin tonic! porque las buenas costumbres siempre pueden mejorarse con un poco de imaginación y buena voluntad ;)

jueves, 3 de noviembre de 2016

Un lustro muy lustroso

Era jueves también, me invadía una sensación de júbilo y miedo mezclada con esa angustia insidiosa de no tener el control de la situación. Atrás quedaban los días en que, a lo Escarlata O´Hara, solía pensar "mañana será otro día". De repente, había cumplido 31 años y tenía que enfrentarme al hecho de que iba a la deriva. La vida que se escribía sobre tinta indeleble había empezado a emborronarse y a resquebrajarse por los ejes. El papel gastado de mis diarios amarilleaba y se agrietaba sin piedad, a pasos agigantados, sin esperarme, sin dejar si quiera que me hiciera a la idea de que una parte de mí se estaba muriendo...
Corría también el principio de la crisis, una crisis que se había presentado ya de muchas formas a las puertas de mi casa: primero vestida de prisas con la tesis como lastre, luego con distancias cortas cruzando Despeñaperros, y finalmente, con la fuerza impertérrita de todas esas manos que me empujaban con los ojos cerrados y los oídos llenos de cieno. De algunos consejos hice mi lema, y con mis sueños por bandera, comencé con paso inseguro un largo recorrido que aun hoy no deja de parecerme un suspiro que alguien me ha contado con mucho detalle. Cinco años caminando en esta tierra llamada Nueva Inglaterra, cinco inviernos y con las botas amarradas a la espera de comenzar el sexto. No se me ha hecho tan corto en realidad, más bien intenso si pienso en los detalles, en las caras que se marcharon hace ya tanto tiempo y que se han ido llenando de arrugas en la distancia; si pienso en las sonrisas nuevas que se pintan con gloss deslumbrante en un primer plano de mi vida que, sin embargo, apenas roza mi consciencia... no, no ha sido corto, ni fácil. Por no hablar de la muñeca interna que llegó aquí desinflada, casi sin vida, sintiéndose diminuta y tonta en un ambiente donde los doctorados se daban más que por sentado. Me hacía pequeña ante mi propio desconocimiento, yo, que siempre había sido tan soberbia, tan segura, tan sobrada que no arrojaba ni sombra para no hacerme sombra a mí misma. Y sin embargo, desinflada y rota, tardé mucho tiempo en aceptarme, en quererme, en admirarme de nuevo y en volver a aceptarme como soy dentro de una nueva piel. 
Mi madre, que es la mejor persona que conozco, siempre me ha lanzado aliento henchido de orgullo primitivo, ese orgullo que sólo los padres pueden sentir y que, sin embargo, también llegó a tambalearse con el viento que soplaba en ráfagas desordenadas. Mi padre, que se hace el duro, es más como yo, más de la exigencia extrema y de no dejarse vapulear, aun así, apretaba el nudo con sus manos fuertes de maestro que todo lo puede, incluso cuando no lo comprendes. Pero es que hay veces en la vida que uno se cansa de ser fuerte, y a mí las fuerzas se me habían diezmado sin darme tregua para recuperarme. En estos cinco años, sin embargo, he crecido mucho, he aprendido a pintar mi escala de valores y a mantenerme fiel a ella por encima de todas las cosas. Por eso, aunque el tiempo y la distancia cambian mucho a las personas, en el fondo ese cambio es una construcción secuencial. No soy la misma persona que se marchó de España un 3 de noviembre de 2011, ¡claro que no! ¡menos mal! Soy en cambio el producto de todos los retos que esa otra persona ha ido enfrentando y superando. También el producto de todo ese cariño que me lanzaban certero desde el otro lado del océano, mis viejas amigas, mis hermanos, algunas personas cuyo aliento aún guardo en mis cajas de colores. Con el tiempo, las lágrimas se han ido secando sobre ellos y ahora, cuando las abro, la nostalgia frágil se ha transformado en un recuerdo entrañable, como el motor de ese viejo coche que guardas en el garaje porque un día todos tus sueños viajaron en él. Mis sueños se esparcieron por el mundo, muchos se quedaron olvidados en Madrid, otros se extinguieron en la arena de Sevilla, y otros tantos se montaron conmigo en aquel avión. Ésos, multiplicados, han ido invadiendo la casa, han pintado unos cuadros con tulipanes de colores, algunos se han ido quedando apoltronados en el sofá, sin ganas de moverse, como la Loli, haciendo la nada tan a gusto, pero cerquita. Muchos se han ido cumpliendo y transformándose en verdades, en objetos, en materia, en abrazos distraídos, en fotos en blanco y negro... se han colado por las rendijas de la madera, crujen durante la noche y se ríen mucho en verano, viven aquí, llenan el espacio, calientan las sillas y se esconden entre las páginas de mis libros. Pero hay uno de ellos muy especial, que aunque se asomó tímido al principio, volvió a España para hacerse esperar y para que yo volara sola lejos de mi aridez. Y un día llegó para quedarse, de eso hace ya cuatro años, desde entonces no tengo que preocuparme por el futuro, porque ya estoy en él, ya no pienso en las consecuencias de las palabras, porque las palabras tienen una vida secreta que sólo descubres si las cantas. Aquel día cogió mi mano y supe que todo iría bien, y sin embargo, al contrario de como había sido siempre, las expectativas se quedaron muy cortas cuando por fin encajaron en su realidad. El viernes pasado celebré mi quinto cumpleaños en esta casa, pero fue un cumpleaños muy especial. Esa mano que me sostiene ahora lleva una alianza, un pequeño símbolo del viajero en el tiempo, un token que nos permite dar vueltas infinitas en el carrusel.  
Muchas cosas han crecido en mí, también un nuevo corazón que late con ganas de salir a comerse el mundo, aunque para eso aún habrá que esperar otros tres meses. Y será porque tengo dos corazones que siento que la vida me ha dado mucho más de lo que esperaba. Cinco años de vida concentrados como una pastilla de avecrem, tengo para hacer caldo de historias de sustancia inagotable. Por eso el balance es que este ha sido, sin duda alguna, el lustro más maravilloso de toda mi vida.

jueves, 6 de octubre de 2016

Hiroshima, donde las almas aún se duelen de radiación

Jirones, sólo jirones, a eso se redujeron las pieles de los niños, de los hombres y mujeres que tuvieron la mala suerte de encontrarse a menos de un kilómetro de la clínica quirúrgica de Shima aquel 6 de agosto de 1945. Jirones sanguinolentos de piel fundiéndose con los ídem de uniformes escolares y kimonos, pedazos de vida arrancados de cuajo como de pasada, como si nada, como si el valor de una vida humana pudiera medirse en Roentgens desperdigados en el viento.
A 600 metros de altura sobre la ciudad de Hiroshima, explotaba la primera bomba atómica de la historia, lanzada por un bombardero americano, el Enola Gay, cuyo piloto se suicidó cuando tuvo conocimiento de la barbarie en la que había participado. En un principio Little Boy, así bautizaron a la bomba, tenía como objetivo el puente Aioi, pero el viento y las circunstancias desviaron el artefacto, que terminó cayendo cerca del hospital.
El hecho de hallarse en el hipocentro de la catástrofe hizo que sus paredes se mantuvieran en pie, y aún puede verse la cúpula, hoy conocida como "la cúpula de la bomba atómica", erguida a orillas del río sobre los escombros tiznados por el fuego de hace 70 años.
Es sobrecogedor cuando uno se coloca frente a este edificio que parece que han golpeado con una enorme maza de hierro, y piensas que hace exactamente 70 años el haber estado en ese mismo lugar te habría causado una muerte inmediata. Mirar las sombras requemadas de los ladrillos y no alcanzar a comprender cómo es posible que las huellas no se hayan borrado a pesar de las numerosas lluvias que llora este cielo casi a diario. Y no para de venir a mi mente una y otra vez la imagen de la nube de polvo levantándose hacia el cielo, visible desde kilómetros de distancia, y que fue fotografiada, entre otros, por el avión que acompañaba al bombardero y cuya función era precisamente esa, dejar prueba gráfica de la devastación producida por este experimento demoniaco.

Pero lo peor no fue la muerte instantánea de los que estaban allí mismo, sino la muerte a corto, medio y largo plazo de los que recibieron la radiación. El espeluznante museo de la zona cero cuenta las historias, recompuestas a partir de objetos personales, de esos niños que fueron capaces de volver a su casa desde el colegio, con la espalda en carne viva para morir al día siguiente en brazos de sus padres. De esos hombres y mujeres que se encontraban trabajando en la demolición de un edificio y que se arrastraron hasta sus domicilios para agonizar durante horas o minutos antes de morir achicharrados.
O los que tardaron meses, o incluso años, como la pequeña de dos años que sobrevivió para enfermar de leucemia y morir a los 9, convencida de que si hacía 1000 pajaritas de papel, se curaría; apenas llegó a 600. Desde entonces los niños japoneses hacen pajaritas de colores y las llevan al parque memorial situado en la zona cero. También están los conocidos como hibakusha (persona bombardeada), que son los supervivientes cuyas secuelas físicas son menores, como uñas que nunca volvieron a crecer bien, o pelo que se cayó como frito por un rayo, o cánceres recurrentes que fueron superando para volver a caer. Éstos, además, eran esquivados como leprosos y por si fueran pocas las secuelas psicológicas, les era casi imposible encontrar un trabajo o una pareja.
No conformes con las miles de víctimas de Hiroshima, la historia se repetía apenas tres días después en Nagasaki. En total, unas 250.000 personas han muerto debido a la explosión de las bombas o por cánceres posteriores. Aunque el número real de víctimas se desconoce, y nunca llegaremos a saber el alcance de aquella barbarie, ni mucho menos el agujero emocional que dejó en muchas otras personas que salieron "ilesas" de los bombardeos.

A esto se reduce la guerra, a que seis días después Japón se rendía ante los aliados, poniendo fin a la Segunda Guerra Mundial. A mí a lo único que me sabe la historia es a metal corrompido, a uranio radiactivo y a mucho sufrimiento, a desentendimiento intencionado de los que no quieren escuchar ni razonar ni dialogar ni comprender, porque las guerras las diseñan señores con traje desde sus despachos, lejos de los frentes sangrientos donde los cuerpos caen como fardos sobre la arena mojada. Y lo malo es que el hombre es tan ignorante que no es capaz de aprender de su propia historia, y seguimos matándonos a bombazos por unos ideales que muchos ni si quiera se replantean. Hiroshima es un lugar para meditar, no para temer, la ignorancia me hacía pensar que esta ciudad estaría devastada, como Chernobyl, abandonada y gris, hecha pedazos. Sin embargo es una ciudad llena de vida, de turistas, de gente que ha reescrito su vida sobre las cenizas de la historia, y mejor no olvidar. En un momento dado tuvieron que decidir si derruían la cúpula de la bomba atómica, signo de debilidad y devastación, o si la dejaban en pie, como símbolo de esperanza y de la paz mundial. Ahora patrimonio de la UNESCO, esta ruina envenenada nos recuerda por qué las armas nucleares deberían ser erradicadas, por qué no existe justificación para ninguna guerra, por qué todas las vidas humanas valen lo mismo, sean de la raza que sean.

miércoles, 28 de septiembre de 2016

Kyoto, la ciudad de las Geishas y los templos

Caminan con pasitos cortos, los pies enfundados en unos extraños calcetines tipo pezuña que les permiten llevar las famosas sandalias zori o geta, que vienen a ser a ser unas chanclas con la suela de madera de varios centímetros de alto y unas telas decorativas para sujetar el pie. Los kimonos de colores inundan las calles de Kyoto, cientos de muchachas alquilan estos trajes típicos para ser geishas o maikos por un día. A pesar del insoportable calor y la humedad que nos acompañan, mantienen el porte con dignidad erguidas sobre esas chanclas infernales, con sus fajines bien prietos, enormes lazos a la espalda y las cabezas peinadas al milímetro con trenzas cuasipostizas. Flores, pájaros, abanicos... ningún patrón se repite sobre las telas de mil colores del festival de kimonos. Es como una feria de abril de hadas elegantes con los ojos rasgados... es un espectáculo. Sin embargo, a las de verdad, a las Geishas que describía Arthur Golden en sus "Memorias de una Geisha" y cuya película homónima fue rodada en las mismas calles de Gion, a ésas es muy difícil encontrarlas. Cámara en mano, nos adentramos en Gion, el barrio de geishas más famoso de Kyoto, tocado con faroles de papel y repleto de casas de té y turistas.

La suerte está de nuestra parte y vemos pasar a una de ellas con paso ligero (increíble lo rápido que pueden avanzar con esos pasitos de muñecas de Famosa), tanto que aunque apunto rauda mi cámara hacia ella, los escasos milisegundos de exposición le bastan para escapar a la definición de mi objetivo. Sabemos que es una de ellas por la cara pintada de blanco y la actitud esquiva, están cansadas de ser acosadas por los turistas... Menos mal que las geishas de "pega" nos acompañan a todas partes. A la mañana siguiente, visita obligada a los templos, y allá van, como si tal cosa, como si no hiciera un calor que al devolver el kimono a la casa de alquiler el dueño tendrá que pasarlos por el fuego purificador.

Primera parada, el Castillo de Nijo, construido allá por el 1600 y uno aún puede apreciar su majestuosidad. Lo primero que me llama la atención es la austeridad del lugar, a diferencia de los castillos feudales y reales a los que estamos acostumbrados en Europa, en Japón la primera sala del castillo suele ser una estancia dedicada a las visitas, para que esperen ahí con sus regalos tomando el té. Como de costumbre, salas vacías con un tatami y las paredes decoradas con motivos florales y animales como los tigres, que son a su vez puertas correderas que pueden abrirse dejando un enorme espacio diáfano.
Seguimos nuestra ruta hacia los 3 templos situados más al noroeste de Kyoto. Primero el famoso templo de Kinkaku-ji o Templo Dorado, que no sólo es impresionante por ser precisamente eso, dorado, sino por los imponentes jardines que lo rodean y a sus pies, un lago en cuyas aguas este templo se mira relucir con orgullo cada mañana.

El segundo templo, Ryoan-ji, destaca por un jardín zen impolutamente peinado que inspira verdadera paz a quien se toma un momento para sentarse a contemplarlo.  Seguimos la senda de la UNESCO como privilegiados que pueden tocar aquello que pertenece a toda la humanidad para recorrer el tercer templo, el de Ninna-ji, que empezó a construirse en el año 886 con el fin de propagar la enseñanza budista, y que fue destruido por el fuego y reconstruido 150 años después. Éste cuenta con una pagoda de 5 pisos que poco tiene que envidiar a su hermana mayor, la del templo Toji, que es la estructura de madera más alta de todo Japón, y que, por supuesto ¡también visitamos!.


En nuestra ruta de los templos no podía faltar el gran Kiyomizu-dera, el primero que nos regala unas pinceladas de color entre tanto marrón oscuro. Después de una subida imponente por una cuesta llena de tiendecillas, kimonos y turistas, una gran puerta naranja, la majestuosa puerta de los reyes Deva, nos da la bienvenida a este conjunto de templos situado al sur de Gion.


Desde este lugar privilegiado vemos caer el atardecer sobre Kyoto, sin duda una de las luces más bellas para contemplar esta mágica ciudad. De esta belleza se pinta también el santuario Fushimi-Inari, famoso por sus miles de columnas rojas o Toriis, que son donados por familias o empresas en aras de conseguir prosperidad en sus negocios o proteger sus cosechas de arroz. No existe lengua que pueda pintar en palabras esta obra de arte sacro, sin duda, la más impresionante de todas las maravillas que le robamos al desconocimiento. Un paseo por un túnel infinito de silencio y cantar de cigarras, la noche nos sorprende a la salida de Fushimi-Inari, ¿qué más nos quedará por ver mañana?


domingo, 25 de septiembre de 2016

Descálzate. Bienvenido a Japón.

Alineo mis zapatos en la entrada de la casa, junto a todos esos diminutos pares de sandalias y zapatitos que parecen pertenecer a una clase de alumnos de 5º de EGB. Piso el tatami y, automáticamente, las plantas de mis pies desnudos me transmiten, junto a mis tímpanos anonadados por la quietud, esa sensación de paz y zen infinitos que sólo pueden encontrarse en Japón, un país donde el bienestar del cuerpo y la mente son un derecho fundamental.
Aunque resulta relativamente fácil moverse por este país sabiendo inglés, puesto que la información principal también aparece en este idioma, es cierto que los kanjis son el primer y único lenguaje de la mayor parte de los japoneses. Claro que me parece más que suficiente, ya que me imagino a mí misma intentando retener todas esas formas que involuntariamente se me antojan iconos semi-incomprensibles y decido que no sería capaz de aprender a diferenciarlas ni en una década. Con todo y eso, esta cultura autodefinida por el extremo respeto y la amabilidad hacia el prójimo me inspira ternura y simpatía desde el primer minuto. Hacen colas para todo, para subir al tren, al autobús, para entrar en los templos…. ¡hasta para andar por la calle van ordenados! Eso sí, por el lado británico, el primer choque cultural que me golpea cuando el taxista llega por la derecha y me abre automáticamente la puerta de un coche que parece sacado de una peli de Alfredo Landa, con tapetes de ganchillo incluidos. Los coches aquí están como a medias, como si les faltara el maletero o algo así, son muy cuadrados y en su mayoría no miden más de dos metros de largo, claro que si no, no cabrían en esos garajes de pin y pon.

Las casas japonesas, preciosas, todo hay que decirlo, son estancias diáfanas divididas por puertas correderas de papel y bambú. Los muebles, sobran todos, los cuadros, mejor pintar paredes y puertas, la luz, ciertamente sobrevalorada en el mundo occidental, y las cerraduras resultan superfluas en el país más seguro del mundo. Tonos marrones y grisáceos, color madera, monocromo en tonalidades que se van tostando con la humedad, pero nada chillón, nada llamativo, no encajaría en esta cultura de austeridad humana y divina (excepto la publicidad y el manga, pero ahí ya llegaremos).
Segundo choque cultural, el mayor de mi vida; cuando uno cree haberlo visto todo, llegas a Japón y conoces ¡el váter! ¿Pero qué es esto? ¡Si tiene centralita! Un botón para tirar de la cadena a medio depósito, otro a depósito lleno (hasta ahí bien), luego uno para calentar la taza (esto no me gusta, me recuerda a cuando vivía en casa de mis padres y entraba al baño después de mi hermano…), otro que emite un sonido para “darte intimidad”, otro con hilo musical, otro que echa un chorro de agua por detrás (¡certero como si llevase una mira de francotirador incorporada!) y otro para el chorro por delante (eso sí, ambos chorros puede ser regulados en intensidad y temperatura…). No sé si habrá templo en Japón que me marque tanto como el del “señor Toto” (que es el “señor Roca” japonés), pero ya os iré contando.

Continuará…

miércoles, 14 de septiembre de 2016

Después de la tormenta siempre llega la calma...

Hoy he leído una noticia en la que rememoraban que hace 19 años que salió el disco "Más" de Alejandro Sanz. Sin duda este disco ha sido la banda sonora de mi vida, y aunque ya sé que lo he mencionado hasta la saciedad, no me canso de contemplar mi historia ligada a todas esas canciones como si fuera un montaje de fotos que pasan aprisa al ritmo de los acordes.
Quizás porque estoy viviendo la etapa más feliz de mi vida, o quizás porque el hoy siempre es mejor que el ayer, me encuentro una y otra vez haciendo balance de lo vivido. Comprendo que en España vivía demasiado deprisa, y sin embargo, demasiado despacio. En el fondo los días se perseguían con el mismo traje de faena, las responsabilidades colgando a modo de bandolera y dirigiéndose siempre hacia el mañana, como si el mañana guardase algo diferente. Y vaya si lo guardaba... miro atrás y veo a aquella alumna del colegio Hermanos Tora, las tardes en los columpios con el bocata de chóped en la mano, las canciones, la plazoleta, el Hono... qué poco me preocupaba el siguiente paso, el instituto. Cada día durante cinco largos años (que por supuesto a esa edad, me parecieron eternos) asistí a las clases del Dolores Ibarruri (excepto si huelga, que era a menudo, y sólo ahora entiendo la falta que hacía), un centro con unos profesores alucinantes en medio de uno de los peores barrios de Fuenlabrada. Tiempo de incomprensión, de lucha, la adolescencia de una niña que, ahora comprendo, vivía la transición generacional de empezar a trabajar con 14 años vs la formación académica superior. Guardo con un cariño enorme los días vividos entre aquellas paredes de baldosines rosas, Tatiana y Maite, los recreos cuando aún se podía salir a la calle y, sobre todo, muchas horas de estudio que al principio no es que dieran muchos frutos, pero que acabaron dándome alas. Lo que ocurre es que uno evoluciona, a favor o en contra de la corriente, y al final, aquella chavala que fue la tercera de una familia de currantes incansables, fue la primera en ir a la Universidad, esa institución imponente que nadie en mi familia había conocido hasta entonces. Otros cinco años infinitos que, sin embargo, se iban acortando imperceptiblemente a medida que iban pasando. Aquel primer día de curso en el que conocí a las que luego serían mis amigas para toda la vida, todas aquellas jornadas de comer en el suelo, entre las pelusas, de pasar frío en esas aulas gigantescas que te hacían sentir diminuta. Aquellos maravillosos años de mi vida en rosa y sombras. Eso sí, rebozados en miles de horas de estudio y aplicación enfermiza... ¡ay si volviera a vivir! igual alguna asignatura más me habría quedado y alguna juerga más habría corrido. Todos esos libros y toneladas de apuntes almacenados en mi cabeza, organizados, como si de un archivo centenario se tratara. Y sin embargo, qué poco sabía. Incluso cinco años después, con un doctorado y muchas tablas para salir del fango que me llegaba siempre hasta el cuello, qué poco seguía sabiendo. Resulta extraño que a medida que van pasando los años tengo la sensación de que sé menos, o acaso soy mucho más consciente de todo lo que desconozco. Este síndrome del impostor me persigue día y noche y me hace replantearme, aproximadamente un par de veces al año, que todas mis hipótesis son producto de una mentira edificada sobre un artefacto explosivo que el día menos pensado estallará y me mandará de vuelta a la plazoleta. Pero de alguna manera, contra todo el pronóstico que se auguraba en mi partida de nacimiento, sigo aquí, evoluciono, a saber, que la vida va poniendo a cada uno donde le toca. Pero cada vez soy más consciente de que me queda tanto por aprender que es imposible en una vida abarcar todo ese desconocimiento. Y sin embargo, por otro lado, creo que este es el fin único que perseguía, el hacerme preguntas, el hacer preguntas, el plantearme opciones y tener que tomar decisiones continuamente. El que los días hayan dejado de ser predecibles para ser totalmente lo contrario, esta canción es diferente. Creo que he llegado pues a ese momento en el que uno acepta su mediocridad, y casi la asume, y precisamente ahora es cuando Harvard ha decidido que me quieren para ellos. Así que punto y seguido, me quedo, otra canción, una nana.

viernes, 19 de agosto de 2016

Agosto, ¿aún sigues aquí?


Me derrito, me baja la tensión, me suda la ropa hasta colgada en el armario, el agua no sacia mi sed y encima me despierto dos veces por la noche para evacuar todo lo bebido durante el día... nunca pensé que diría esto, pero echo de menos el invierno. Y aquí es donde muere un poco de la española que llevo dentro y gana terreno la guiri de mierda en que me estoy convirtiendo... ¿qué será lo siguiente? ¿ponerme rosa y pelarme?
No sin cierta vergüenza, admito que no he podido con el calor de Madrid y que me he sentado en el interior de un bar a las 9 de la noche porque no soportaba los 40 grados que se disfrutaban en la terraza. ¿Cómo era yo antes que podía irme de compras por pleno centro de Madrid a las 3 de la tarde  en el mes de agosto? ¿qué genes se me expresaban para poder disfrutar de tomar el sol al mediodía untada de aceite hasta las trancas? Una de dos, o Boston me está robando aguante y regulación genética o me estoy haciendo mayor. No obstante, este año está siendo el más caluroso de todos los tiempos, ya apuntaba maneras con la ausencia de nieve invernal. Y aunque en el fondo es agradable que agosto siga siendo verano, cosa que es inusual, a mí me choca demasiado pensar que hay gente que se acaba de coger las vacaciones. Para mí, que llevo ya un mes trabajando, las vacaciones son aquello que pasó hace un siglo. Por eso sigue siendo extraño pisar la playa los fines de semana y que la casa nos exocite cada dos días por miedo a salir ardiendo (combustión espontánea, véase). Hemos tenido que poner de moda lo de salir a tomar el fresco a la puerta, ni si quiera al patio, porque los aires acondicionados lo recalientan más si cabe y parece que estás en medio de un atasco en la M-30 a la hora de la siesta. Así que ni cortos ni perezosos, nuestras sillas al asfalto y los pinrreles en la acera, el ordenador haciendo las veces de aquellas teles portátiles que tenían nuestros padres y dejando al personal con cara de extrañeza cuando pasan por nuestro pequeño rincón de españoles al fresco y ahí estamos nosotros viendo la serie de turno. Qué gran cosa son las costumbres, lo que a nosotros nos resulta de lo más normal, aquí desde luego sorprende. Sin embargo, a mí me sorprende que prefieran refrigerar sus casas de madera con esos aires acondicionados del infierno que hacen un ruido espantoso y encima ocupan toda la ventana. El fresco de toda la vida, ah, eso es otro cantar. Y eso que no está Loreto con sus historias de la guerra, ni Pinocho tirándose aquellos pedos que rajaban la silla cada noche. Aquello sí que eran noches de verano en la plazoleta, jugando a las cartas hasta la medianoche y sin prisa por irse a dormir. Los móviles y las tabletas se han llevado esa magia, y ahora, como mucho, puedes encontrar algún cazador de pokemons despistado.
Pero mientras va llegando el otoño, y para disfrutar de lo que la vida nos ofrece en Boston, hoy hemos hecho una escapada con todo el laboratorio a Spectacle Island, bautizada así por su forma de binocular. Es una de las 34 islas que componen las Harbor Islands de la bahía de Boston, y que son, en invierno y en verano, un lugar maravilloso desde el que divisar la ciudad. Para llegar, un ferri como el de "Los lunes al sol" sale desde el acuario de Boston y en 20 minutos escasos te deposita en la isla que durante décadas fue utilizada como vertedero y que aún conserva la basura compactada en algún lugar bajo la tierra. Oler, no huele, pero no quiero saber cómo se las han apañado para limpiar décadas de desperdicios sin haber eliminado más allá de lo que se prendió en un incendio que, según cuenta la leyenda, estuvo ardiendo durante 10 años.
Llegamos a la isla bajo la premisa de que hoy "el agua está caliente", pero la realidad es que el agua está fría como hielo recién derretido... Además,  las "playas" son de rocas y caminar sobre ellas es como hacerlo sobre una cama de clavos. Yo me he remojado los pies y he decidido que tampoco hacía tanto calor fuera. Eso sí, nos hemos reído mucho jugando a frisbee golf, hemos estrechado un poco más los lazos que hacen que desde hace un tiempo los del lab seamos como una gran familia, y sobre todo, hemos disfrutado de esta panorámica espectacular que nos recuerda que vivimos en un lugar maravilloso, tanto a -20 como a 35 grados.

domingo, 5 de junio de 2016

Acadia, un tesoro escondido en Maine

El parque nacional Acadia es aquel punto donde se juntan el cielo y el mar, donde convergen la tierra y el océano Atlántico en su vertiente más norte, bañando las costas de Maine con sus gélidas aguas encantadas, donde la tierra yace partida en cientos de pequeños fragmentos que, a vista de pájaro, forman un archipiélago de islas minúsculas que un día encajaron en un gran puzzle geográfico. Verde en todas sus tonalidades visten pinos y abetos centenarios con los pies a remojo; mar y montaña en una combinación imposiblemente hermosa, increíblemente cierta.
Llegamos en medio de la bruma, en ascensión hasta el monte Cadillac, el punto álgido de este paraíso desde el que se puede enfocar, conteniendo el aliento y la vida, una postal salpicada de magia, rocas, naturaleza y, por supuesto, la inmensidad del mar. Ese mar que entra y sale airoso entre todas esas islas habitadas por gaviotas, zorros, algún oso pardo y por un sinfín de animales salvajes que en su mayoría ni si quiera conocemos. Por suerte para nosotros, vamos a ser público de palco, testigos de una pareja de zorros blancos, mamá y cachorro, que se dejan ver al pie del camino con una presa entre las fauces; miran a ambos lados antes de cruzar mientras el pequeño zorrillo baila la danza del contento dando brinquitos alrededor de su madre, quien vigila cauta nuestra presencia ante la posibilidad de perder su cena. Grandioso espectáculo de paz al que asistimos por un precio nimio y que penetra en nuestras venas desoxigenando estrés, sacudiéndonos la urbe e invadiéndonos de una sensación de tranquilidad y sosiego infinitos, no hay prisa, no pienso moverme, sólo quiero absorber toda esta vida para no olvidar que, a pesar de lo que pensemos, el hombre es un ser diminuto pintado en una micra de la historia.


Las innumerables rutas de senderismo tejen una red de arterias que suben y bajan temerosas dibujando llanos y precipicios, laderas que, a trompicones, van construyendo un valle y luego una cima, el hábitat de los halcones peregrinos que anidan en ellas en estos días. Allí abajo, Sand Beach, una playa con una arena tan fina que parece artificial en semejante paisaje, tallada en un entrante de tierra como por antojo de los dioses, con sus aguas cristalinas y absolutamente hirientes de tan frígida dulzura. Nos sentamos a respirar en este oasis, a recuperar las fuerzas para seguir caminando. Aunque por mucho que uno camine, se necesitarían meses para recorrer cada palmo de este parque natural, años para vagar entre una extensión de árboles tan tupidos que algunas zonas parecen verdaderamente impenetrables.


Para rematar, uno no puede marcharse sin degustar la famosa langosta de Maine en Bar Harbor, un pueblecito de pescadores donde uno se siente como dentro de una película. Casitas bajas de madera de todos los colores a ambos lados de unas calles que parecen sacadas de la imaginación de los hermanos Grimm. Hansel y Gretel no sé, pero una caperucita bien entrada en carnes sí que está dispuesta a guiarte por las calles de la ciudad con un candil de aspecto tenebroso y su capa XXL.
Volvemos a nuestra cabaña en medio del bosque a disfrutar del descanso y los juegos de cartas. Siento el verano de mi niñez abriéndose paso entre los recuerdos, escribo para no olvidar que de momentos como éste se nutrirán mis recuerdos mañana.



domingo, 8 de mayo de 2016

Seattle, un lugar para perderse


Pike street desciende hasta los infiernos para llegar a Pike Market, un mercado que me trae aromas de Madrid, de Fuencarral, incluso de Candem market en Londres; aromas de la Europa moderna donde las calles se salpican de música y arte libertino. Un pasadizo mágico donde se amontonan los cuadros de Linnea Lundmark, una mujer con un pasado apasionante que se desglosa en diversos países para construir una vida llena de momentos que se han quedado plasmados en sus pájaros regordetes, sus elefantes de colores y mil líneas entrecruzadas que esconden historias en las aristas. Un poco más adelante me atrapan esos pendientes, los mismos que hace tres años ya me lanzaron un hechizo cuando vine a Seattle por primera vez. Nadie puede resistirse a esos destellos de cobre, a lucir como una Cleopatra del siglo XXI las joyas que alguien diseña a base de fuego y alta presión. Cientos de frutas de colores me transportan a la Boquería, como si estuviera en plenas Ramblas y en cualquier momento pudiera tocar Barcelona.
Esculturas hechas a mano por esos artistas desconocidos que se ganan el pan bajo la lluvia, en una ciudad donde, a pesar de la mala fama, aún no he oído llover. Al contrario, decenas de perroflautas se acodan en el césped con sus guitarras y su aura, fumando marihuana legal y tomando el sol a orillas del Pacífico. Seattle se rodea de un montón de trozos de pequeñas islas entre las que nadan orcas y leones marinos. A un paso de Canadá, esta ciudad es, indudablemente, un lugar único en el mundo. Sus calles empinadísimas dejan atrás al mismo Toledo, me ponen los gemelos en forma y me hacen pensar en coches manuales... no quisiera verme en ésas. Cuesta abajo, rodando de risa, llego corriendo hasta el mar, que aunque varado entre un montón de naves industriales y puertas cerradas, ronronea feliz a los pies del monte Rainier. Éste, todavía guarda nieve a pesar de que aquí ya es verano y los termómetros pasan con creces los veinte grados a mediodía.
Me encanta Seattle, aquí las personas no vienen cortadas por el patrón de Harvard o MIT, son más bien almas libres de muchos colores. Sin embargo, ésta es, con diferencia, la ciudad en la que más vagabundos he visto en toda mi vida. Son jóvenes, la mayoría de ellos no creo que tengan ni mi edad, pero caminan agachados con ropas andrajosas, o se sientan a las puertas de los restaurantes a ablandar  el corazón de los turistas. Las drogas han diezmado esta ciudad. Críos que deberían estar en el colegio duermen amontonados en un portal junto a su madre. Chicas que podrían haber sido modelos sonríen sin dientes balbuceando algo ininteligible. Ebrios transeúntes vagan por las calles de la ciudad, convirtiendo "Fuencarral" en "La Cañada Real" cuando cae la noche. Me pregunto qué ha pasado para desembocar en esta versión triste de Walking Dead. En qué momento uno decide echar su vida por la borda para vagabundear bajo la lluvia sin rumbo ni horizonte. Entonces decido investigar un poco y no doy crédito cuando comprendo que muchos de ellos son "sincasas" porque no han podido pagar sus facturas del hospital. En un país donde la salud es un privilegio, una enfermedad crónica como la diabetes o un problema cardiovascular pueden ponerte a dormir entre cartones de la noche a la mañana.
A pesar del sabor metálico de la incomprensión atragantada, me voy de Seattle con un regusto familiar a churros y pan tumaca, no es que éstos puedan encontrarse en el primer Starbucks de la historia, pero paladeo en sueños mis recuerdos cocinados a fuego lento. Y con angustia me pregunto por qué Europa quiere parecerse a América, con lo bonito que es ser libre y estar más cerca del sol.


domingo, 10 de abril de 2016

Un pasito p´alante, María

Tus botas rojas se alejan con paso firme hacia la playa, se detienen a duras penas para girar sobre su tacón; es mucho lo que dejan atrás. Atrás quedan los años de luchar en el Nuevo Mundo, los días de bata blanca que tanto alientan y desalientan. Atrás queda la distancia que interpusiste con el amor, que si bien ya no es ingente, sigue cursando con teleconferencia. Atrás quedan los días infinitos de la incertidumbre profesional. Atrás quedan las fiestas en la famosa River House, que antes de ti era sólo un lugar para bailar toda la anoche, y que ahora me dibujará nostalgia en los ojos cada vez que pase por delante de su emblemática puerta roja. Roja como las pisadas que has ido dejando por toda la casa, por sus habitantes, por sus almas, por todos los que alguna vez fuimos invitados.

Sin duda dejas una huella en Boston que tardará mucho tiempo en borrarse, quizás cuando otras generaciones vengan a hacerse cargo de nuestros deberes y vean las fotos en las que sonríe tu boca roja siempre tímida detrás del micrófono. De ti nacieron cosas enormes, como muchos ladrillos IMP. Has trabajado tanto en este sueño que lo has hecho mío también. Mío y de muchos, que nos hemos subido a vuestro carro de las ilusiones como si fuerais un Santa Claus improvisado, repartiendo motivación, autoconfianza y ganas de cambiar el mundo.


Ahora, sin embargo, toca mirar hacia delante, al otro lado del mar. Pisa fuerte, como siempre, que con tu sonrisa de fresa el Reino Unido caerá pronto rendido a tus pies. Enséñales a bailar zumba y ese trocito de España que siempre viaja contigo, sigue siendo embajadora de lo mejor de nuestro país, esa mujer a la que Julio Romero de Torres pintó sin saber que eras tú. ¡Mucha suerte, María!