viernes, 14 de abril de 2017

Abuela, ¡conéctate!

Del lado amargo de la distancia cuelgan los momentos importantes de la vida, ésos en los que la ausencia significativa de los que más quieres se pronuncia como un agujero insondable, un hueco irrellenable, un vacío irreemplazable de minutos hechos de kilómetros y aire.
Inés vino al mundo un 20 de febrero, sin embargo, España ya se acunaba en el 21, las siete de la tarde aquí, la una de la mañana allí. En la sala de espera del Massachusetts General Hospital no había abuelos, ni tíos, éstos se encontraban, sin embargo, en la sala de espera de un tanatorio en algún lugar de Toledo. Porque en una vida se hace de noche a la vez que en otra se hace de día, y así las almas bailan obedientes al son del compás que les toque.
Sin embargo, Inés conoció a sus abuelos en su primera hora de vida, porque la magia de la tecnología permite que los momentos puedan estratificarse, comenzando a este lado del mundo y terminando en aquél. A este lado, mi pequeña muñeca recién estrenada abría los ojos al mundo por primera vez, al otro lado de la pantalla, en aquel lugar donde una vida anciana acababa de apagarse, afloraban las sonrisas de los abuelos primerizos, que veían por primera vez esos ojos negros que acababan de encenderse. Curiosamente, sus cuatro abuelos conocieron a Inés mucho antes de lo que la mayoría de abuelos tarda en conocer a sus nietos, porque estábamos aún en la sala de partos, donde sólo se admiten las visitas digitales. De esta manera, la tecnología ha permitido llenar un poco ese vacío arañándole metros a la distancia... aunque el calor de las sonrisas no transmite del todo la temperatura de las caricias anegadas. Y como decía Victor Manuel ¿adónde irán los besos que no damos? Bueno, a mí me gusta pensar que nosotros somos capaces de reproducir todo ese amor que naufraga en la fibra óptica.
Son las diez de la mañana, más o menos, todo depende de doña Inés, que a veces quiere desayunar más temprano... Abuela, conéctate: la musiquita del FaceTime acompaña nuestros desayunos como lo hacía antaño la melodía de la cadena Ser en casa de mis padres. Apenas unos segundos después, a la hora del café en España, la abuela contesta el teléfono e inunda la casa de "ays": "¡ay, mi niña, qué rica es! ¡ay, qué bonita (o bonica, según qué abuela) está!¡ay, su abuela lo que la quiere!¡ay, qué carrillitos tiene ya..." y así van pasando los días y los abuelos se empapan de esta piel nueva que se va estirando, de la melanina que se va asentando, pintando un bronceado natural que será la envidia de todas sus amigas yanquis. El pelo va creciendo, las pestañas van apareciendo, las cejas se van poblando, los ojos cada día más enfocados... y sus abuelos casi pueden tocarla a través de la pantalla.... eso sí, CASI, una palabra que duele y que sabe amarga y dulce a la vez, que puede estirarse hasta medir casi 5000 kilómetros en un milisegundo, una palabra que puede arrancarte una risa o una lágrima, dependiendo del contexto en que se cocine.
Pero vivimos aquí, Inés es americana y la vida nos ha dado esta oportunidad de ser extranjeros de los que vienen a parir... Es curioso lo diferente que se ve el mundo cuando uno es inmigrante. Nuestra piel es blanca, nuestra cuna es Europa, nuestro currículum es impecable... sin embargo, nuestro acento es fuerte, nuestros orígenes son humildes y también rendimos cuentas en las fronteras. Por suerte, mi hija no tendrá que preocuparse por si Trump decide levantar un muro en Portugal, aunque el precio a pagar conlleve crecer lejos de sus abuelos, de sus tíos, de sus primos... es grande la reflexión que uno hace como inmigrante y que deberíamos ser capaces de hacer también como nacionales. Esas mujeres embarazadas que cruzan el estrecho en patera, esos niños que vienen a nacer en las playas de Cádiz, los que viajan en hatillo a la cadera de sus madres, también crecerán lejos de sus abuelos, más lejos aún, porque la conexión se pierde cual náufrago en las profundidades del Estrecho.