lunes, 18 de octubre de 2021

Contigo

Siempre he sido una persona de lágrima fácil, algunas palabras tienden a estrujarme el corazón como un abrazo inesperado que se pasa de fuerza. La primera vez que vi a mi hermano en el aeropuerto después de un año y medio de pandemia tuve un ataque de realidad irreprimible. De repente comprendí que el tiempo perdido ya no volvería, y que todos los días que compusieron aquellos largos meses de angustia ya nunca regresarían colgando de las hadas. Lo abracé fuerte y lloré mucho, muy alto (hasta que el pobre sintió vergüenza), porque las lágrimas en ebullición son complicadas de amainar. Experimenté la misma sensación al abrazar a mis padres y a mis otros hermanos después de un año entero sin tocarnos. Simplemente no podía creer que estábamos juntos de nuevo, en la misma habitación, todos sanos y sin debernos más que tiempo. 

Llegué a mi clase de flamenco un día en el mes de mayo, con mi camiseta de "La Gira" de Alejandro Sanz. Lupita me mira y pregunta: ¿vas al concierto? y yo, con pesar y tristeza le digo que no, que había descartado la opción de ir a Nueva York porque aquí no tengo con quién. Mi inseparable compañera de conciertos está a más de 5000 kilómetros de distancia. "¿Pero cómo? ¡Te vienes con nosotras!" En ese momento el cielo se abre y guía mi mano con tanta destreza que antes de empezar la clase ya había comprado una entrada para escuchar al maestro el 10 de Octubre en el Radio Music Hall de Manhattan. Faltaba mucho tiempo, no sabíamos si el concierto tendría lugar o se cancelaría como todos los demás, pero la semilla de la ilusión ya estaba plantada.

A dos semanas del concierto las dudas continuaban, pero al final decidimos que hay cosas en la vida que simplemente deben hacerse. Y allá que nos fuimos.

El fin de semana se fue construyendo poquito a poco, en los cimientos de un atasco de cinco horas que habría de culminar con una fiesta de cumpleaños de un español bostoniano en la Gran Manzana, con sus tapas y su vino y sus juegos de mesa incluidos. Empezábamos bien. 

El domingo amaneció lluvioso (ninguna novedad en Nueva Inglaterra), pero se fue portando para dejarnos visitar toda esa magia que Nueva York se guarda para los más pequeños. Inés visitaba NYC por segunda vez, pero fue la primera en que fue consciente de su grandeza. Tocamos el piano de la FAO con los pies descalzos imitando a Tom Hanks, aunque sólo una de nosotras vivió las notas como reminiscencias de la película Big. Las dos lo pasamos en grande, ¡eso sí!

Por la tarde tocaba ponerse en marcha, encontrarme con las chicas y entrar en aquel teatro donde se entregan los premios Grammy. Todo era raro, irreal. Llegar a un concierto de Alejandro Sanz con sólo 15 minutos de antelación es impensable en Madrid, y allí estábamos, tan ricamente sin apretujarse ni demasiadas colas. Para bien o para mal, la pandemia nos ha achicado a todos. Me siento en mi butaca roja y miro alrededor, muchas caras expectantes, rojo resplandeciente, terciopelo por doquier. Hay muchas butacas vacías, impensable, increíble, insalvable. 

Suena ese acorde de guitarra eléctrica que tan bien conocemos y aparece Alejandro con sus andares de "acabo de entrar al salón de mi casa" y el aplomo inconfundible del que lleva 30 años subido a un escenario. Ruedan lágrimas por mis mejillas que yo no he sido consciente de derramar, con pucheros y todo. Me miro por dentro y veo el engranaje de todas esas palabras y pensamientos que han llenado mi mente durante los últimos 18 meses. Volver a estar en un concierto rodeada de gente, cantando al unísono como una sola voz, de verdad que no pensé que ocurriría tan pronto. Sus manos tocando las de los fans de la primera fila fue como ver una sirena a lomos de un unicornio trotando por el anillo de Saturno. Irreal, idílico, inflamable. Las lágrimas sólo son un vehículo que transporta las emociones, y algunas emociones son tan fuertes que tienden a desbocarse, como un géiser que se expande cuando menos te lo esperas, y te empapa de vida por dentro y sólo puedes dejarte llevar y que se drene toda esa angustia encapsulada. Este concierto ha sido una prueba más de que lo estamos superando. Me acoplo a la música con otro grado de madurez, menos cantar y más escuchar, incluso tiempo sentada. Comprendo que llevo 30 años generando emociones con estas letras, y que soy una privilegiada por tener ese derecho. Son los recuerdos de toda una vida y son las abstracciones que uno hace de lo que ha vivido. Me quedo con mi parte sensible y vulnerable, soy lo suficientemente fuerte como para llorar en público sin darle demasiada importancia. Así soy, así crezco, así quiero seguir siendo.



Y cuando ya creía que no podía aprender más de esta involución, Alejandro se arranca por Sabina y deja al teatro medio mudo. Lógicamente, el público latino conoce menos estas letras. Y yo que muda no me quedo, aun cantando una letra que conozco al dedillo desde hace años tengo una epifanía: Yo no quiero domingos por la tarde, yo no quiero columpio en el jardín, lo que yo quiero corazón cobarde es que mueras por mí. Y morirme contigo si te matas y matarme contigo si te mueres, porque el amor cuando no muere mata, porque amores que matan nunca mueren. Todo está en las letras, sólo hay que pararse a escuchar. Por eso al próximo concierto iré contigo.



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