domingo, 23 de febrero de 2014

Aún es invierno


El conocimiento lo tenía, la valentía no. Amanecía entre la bruma y en la niebla, agazapada, esperaba la llegada de la primavera. Vislumbraba entre sueños el despertar de los almendros, los valles y las cabañas. El invierno lo tapa todo con su manto despiadado. Se esconde en las sombras de los días efímeros robados al sol, en la noche que desprende los ecos desgarradores del clamor de las tinieblas. Y sin embargo, cuando amanece, sigue gélido al contacto, emponzoñado bajo el hielo; no se rinde ante la aurora porque no ha conocido el sueño todavía. Se desplaza con el viento que se ha llevado el rocío, dejando carámbanos mágicos que no entienden el deshielo. Se alarga la sombra errante del invierno, alcanzando aquellas cotas que en otras tierras ya han florecido. Miro desde la ventana el haz de colores que persigue a la umbría, aún no escucho su latido pero sé que se acerca. Los estertores del invierno se acurrucan en febrero, pierden fuelle algunas veces y se olvidan de las nieves. La estela  glacial se atusa el frío, se le escapan unos copos despistados que se quedan hasta marzo.  Despídete de ellos vieja escarcha, ya casi no te tengo miedo.  

miércoles, 12 de febrero de 2014

En la playa también nieva

Querido diario:

Hoy es el sexagésimo día en que el mercurio se sitúa muy por debajo del menos diez, ya no del cero, que eso puede resultar hasta cálido en comparación, sino que siempre se presenta como un número negativo de dos cifras que me da los buenos días desde la pantalla de mi teléfono móvil cada mañana al despertar. Van ya dos meses de glaciación. Los carámbanos de los tejados ya casi tocan el suelo, formando columnas de hielo imposibles en otros lugares. La nieve se amontona en las aceras, cubriendo papeleras y aparcamientos para bicicletas, arropando a las susodichas con un manto escarchado que sólo deja a la vista el sillín en el mejor de los casos. Y aun así, sigo viendo algunos tronados pedaleando cada día sobre el pavimento helado, como si nada, como si no fuera cierto que se congelan las lágrimas y que duelen los globos oculares, con un dolor sordo como el de los pómulos cuando se quedan al descubierto y empiezan a resquebrajarse. . . no exagero, la piel se agrieta abriéndose en laceraciones casi sangrantes, sólo casi porque la sangre ya no es líquida y por tanto, permanece coagulada en un estado de latencia infinita en plan "si no hay sangre, no hay dolor". Eso la sangre que circula, porque la de las piernas, por ejemplo, desaparece, dejando una especie de roncha rosácea que siempre está ahí cuando te quitas los dos pares de pantalones y los leotardos que van debajo. Por no hablar de manos y pies, ésos ya sólo puedes salvarlos poniéndote una oveja o aliento de dragón de frasco. Pero siempre nos quedará la "tela de muerto", esa especie de papel albal en ocasiones dorado con el que cubren a las víctimas de accidentes en carretera. Ese material que es capaz de mantener el calor del cuerpo y que, adosado al interior de un abrigo, es lo que te permite ir al trabajo en esta nuestra Narnia.  No obstante, y por eso de que a todo se acostumbra uno, cada mañana disfruto del crujir de esa alfombra de copo-crispi inmaculada que recubre las aceras, menos cuando resbalo y se me acelera el corazón porque pienso que voy a romperme la crisma... entonces sólo doy gracias por llevar una oveja con neumáticos en cada pie.

Llevaba días pensando en lo curioso que debe de ser ver la playa nevada, porque ese es uno de los muchos tesoros que esconde Boston y que en España es imposible de encontrar; así que abrigados cual cebolla de lana y albal, nos dirigimos a la bahía sur de Boston, una playa que hasta ahora sólo habíamos visitado en verano, cuando hace tiempo para recorrerla patinando. La sorpresa fue bastante grande cuando descubrimos que habíamos llegado a un lugar irreconocible, porque eso es lo que pasa con la nieve, que la ciudad se convierte en otra diferente, las aceras se estrechan, no recuerdas muy bien por dónde discurren los caminos, y todo parece distinto. Desde luego resulta imposible reconocer el parque en cuyos bancos nos sentamos a comer helado en otra era, a la sombra de unos árboles que ahora se encuentran desnudos y adormecidos esperando la primavera. El paseo marítimo no asoma por ninguna parte, entramos en la "playa", hundiéndonos hasta las rodillas en una nieve virgen que nadie hasta ahora ha considerado oportuno pisar. Una hilera de icebergs desordenados acampan en la arena con actitud intimidante. Sólo las gaviotas son lo suficientemente valientes como para poner sus patitas en unas aguas que no responden al nombre de hielo por la sal que las habita, porque de otro modo caminaríamos sobre ellas en plan mesías como si tal cosa.  

Es una postal espectacular que se dibuja casi a solas, vuelta hacia el público que componemos unos pocos privilegiados, los que pasean a sus perros y los que amamos la fotografía rocambolesca.  Esperaba encontrar una estampa curiosa, pero no doy crédito a lo que contemplo. 
Es un tipo de paraíso en cierto modo inverosímil; las piedras se achuchan elegantonas con sus sombreros y tocados de hielo, la arena sólo descubierta a medias por la baja marea, la playa completamente nevada imprimiéndose para siempre en mi retina, porque hasta ahora nunca me había parado a pensar que en la playa también nieva.


sábado, 1 de febrero de 2014

Raíces


¿Dónde se anclan nuestras raíces? Es difícil cuestionar que hayan de empezar o terminar en un sitio que no sea España, que no sea el país en el que nacimos, en el que nos criamos con la certidumbre de que viviríamos en él para siempre. Es complicado que otros entiendan por qué lo cuestionamos... Dominique me ha enseñado algo importante, y es que las raíces no se limitan a aquel país en el que nacimos, sino a todos esos lugares en los que vivimos alguna parte de nuestras vidas. Para él, un inglés de padre alemán y madre francesa, resulta que sus raíces se reparten por debajo de la tierra abarcando todos esos lugares, y ahora también Nueva York, Boston y cada uno de esos sitios en los que ha vivido en algún momento entremedias. Liliana, sin embargo, aboga por volver a Oporto. Después de cinco años en Boston la distancia adquiere cierta pendiente hacia arriba; volver a casa vuelve a ser eso, volver a casa, a pesar de que durante años el vuelo a casa era en el otro sentido. Pero ser madre ha cambiado esa ruta sin contemplaciones, y la soledad se ha hecho mucho más presente a este lado del mar. Y aun así, reconoce que una parte de su corazón pertenece a estas tierras, el tanto vivido se intensifica en el recuerdo hasta hacerse con un hueco considerable... al fin y al cabo ha traído al mundo a una pequeña americana.
Para mí, que tardé casi 30 años en salir de Madrid, o mejor, de Humanes, es todavía más intensa la sensación de enajenamiento. Ese interior que se agranda y que engloba otras cosas, nuevas siempre, distintas siempre, y que hace que tu visión del mundo se extienda y se estire, y nunca se vea limitada. Resulta muy difícil de explicar para quien no ha tenido nunca esta sensación, resulta que hoy he empezado a entender por qué Boston ya forma parte de mis raíces, al igual que Sevilla, y aunque no con tanta intensidad como mi ciudad natal, estas dos ciudades han aportado mucho a la persona que soy ahora. Y otras veces, cuando pienso no es el lugar sino el cómo, las personas con las que compartes experiencias, mis padres, mis hermanos, mis amigos de aquí y de allí, mi pareja, todos ellos han ido haciendo pedacitos de una historia que ha ido cambiando con las circunstancias. En los últimos tiempos he tenido que aprender algunas cosas casi a marchas forzadas, pero ese conocimiento me ha dado ahora esta paz, y he aprendido que es mejor equivocarse que nunca actuar. He recorrido caminos que muchos pudieron juzgar de equivocados, y hoy, desde el otro lado de las consecuencias, comprendo que si no los hubiera tomado, me habría perdido mi vida, me habría perdido quién soy en realidad, me habría quedado viviendo en una piel que sólo habitaba por costumbre. Pero lo peor es que me habría quedado sin saber lo que puedo dar de mí misma, incluso a pesar de mí. Habría sido feliz, sin duda, porque el que no conoce algo tampoco puede añorar su falta, y apenas puede comprender que otros lo busquen. Por otro lado, tampoco tengo intención de volver a ser una persona diferente, me costó mucho hacerme a puntadas cortas y apretadas, superar los miedos y la barrera de la costumbre, analizarme el alma y ver que no era como otros la veían, y sobre todo me costó aceptarlo. Luché contra sueños rotos cuyos pedazos me desgarraban desde adentro, y contra la ira de aquellos jueces que se atrincheraban en la rabia con los ojos cerrados y las manos en los oídos. Afortunadamente, he aprendido y ahora sé que no es malo el cambio, que no es malo ser diferente, que lo malo, en realidad, es ser lo que no deseas, aunque no lo sepas, lo malo es no querer averiguarlo siquiera. Por eso ya no tengo miedo, he superado la pena y la decepción, he aprendido a valorar los regalos de esta tierra a veces demasiado gélida, y a no dejar de sorprenderme a pesar de todo. He aprendido que de todo se aprende y que no es necesario que otros lo entiendan, pero sobre todo, he aprendido a aceptar lo que venga, incluso cuando viene desde adentro. ¿Dónde se anclan mis raíces? En lo más profundo de mí, donde nacen las decisiones y la pasión, la duda y las risas, donde residen  los sentimientos y cada pensamiento que genero. Mis raíces se anclan en lugares inamovibles, pero ilimitados, donde siempre hay sitio para evolucionar hacia una nueva persona, la misma, pero más completa.

PD. Para mi Rosi, ella ya sabe por qué.