jueves, 3 de noviembre de 2016

Un lustro muy lustroso

Era jueves también, me invadía una sensación de júbilo y miedo mezclada con esa angustia insidiosa de no tener el control de la situación. Atrás quedaban los días en que, a lo Escarlata O´Hara, solía pensar "mañana será otro día". De repente, había cumplido 31 años y tenía que enfrentarme al hecho de que iba a la deriva. La vida que se escribía sobre tinta indeleble había empezado a emborronarse y a resquebrajarse por los ejes. El papel gastado de mis diarios amarilleaba y se agrietaba sin piedad, a pasos agigantados, sin esperarme, sin dejar si quiera que me hiciera a la idea de que una parte de mí se estaba muriendo...
Corría también el principio de la crisis, una crisis que se había presentado ya de muchas formas a las puertas de mi casa: primero vestida de prisas con la tesis como lastre, luego con distancias cortas cruzando Despeñaperros, y finalmente, con la fuerza impertérrita de todas esas manos que me empujaban con los ojos cerrados y los oídos llenos de cieno. De algunos consejos hice mi lema, y con mis sueños por bandera, comencé con paso inseguro un largo recorrido que aun hoy no deja de parecerme un suspiro que alguien me ha contado con mucho detalle. Cinco años caminando en esta tierra llamada Nueva Inglaterra, cinco inviernos y con las botas amarradas a la espera de comenzar el sexto. No se me ha hecho tan corto en realidad, más bien intenso si pienso en los detalles, en las caras que se marcharon hace ya tanto tiempo y que se han ido llenando de arrugas en la distancia; si pienso en las sonrisas nuevas que se pintan con gloss deslumbrante en un primer plano de mi vida que, sin embargo, apenas roza mi consciencia... no, no ha sido corto, ni fácil. Por no hablar de la muñeca interna que llegó aquí desinflada, casi sin vida, sintiéndose diminuta y tonta en un ambiente donde los doctorados se daban más que por sentado. Me hacía pequeña ante mi propio desconocimiento, yo, que siempre había sido tan soberbia, tan segura, tan sobrada que no arrojaba ni sombra para no hacerme sombra a mí misma. Y sin embargo, desinflada y rota, tardé mucho tiempo en aceptarme, en quererme, en admirarme de nuevo y en volver a aceptarme como soy dentro de una nueva piel. 
Mi madre, que es la mejor persona que conozco, siempre me ha lanzado aliento henchido de orgullo primitivo, ese orgullo que sólo los padres pueden sentir y que, sin embargo, también llegó a tambalearse con el viento que soplaba en ráfagas desordenadas. Mi padre, que se hace el duro, es más como yo, más de la exigencia extrema y de no dejarse vapulear, aun así, apretaba el nudo con sus manos fuertes de maestro que todo lo puede, incluso cuando no lo comprendes. Pero es que hay veces en la vida que uno se cansa de ser fuerte, y a mí las fuerzas se me habían diezmado sin darme tregua para recuperarme. En estos cinco años, sin embargo, he crecido mucho, he aprendido a pintar mi escala de valores y a mantenerme fiel a ella por encima de todas las cosas. Por eso, aunque el tiempo y la distancia cambian mucho a las personas, en el fondo ese cambio es una construcción secuencial. No soy la misma persona que se marchó de España un 3 de noviembre de 2011, ¡claro que no! ¡menos mal! Soy en cambio el producto de todos los retos que esa otra persona ha ido enfrentando y superando. También el producto de todo ese cariño que me lanzaban certero desde el otro lado del océano, mis viejas amigas, mis hermanos, algunas personas cuyo aliento aún guardo en mis cajas de colores. Con el tiempo, las lágrimas se han ido secando sobre ellos y ahora, cuando las abro, la nostalgia frágil se ha transformado en un recuerdo entrañable, como el motor de ese viejo coche que guardas en el garaje porque un día todos tus sueños viajaron en él. Mis sueños se esparcieron por el mundo, muchos se quedaron olvidados en Madrid, otros se extinguieron en la arena de Sevilla, y otros tantos se montaron conmigo en aquel avión. Ésos, multiplicados, han ido invadiendo la casa, han pintado unos cuadros con tulipanes de colores, algunos se han ido quedando apoltronados en el sofá, sin ganas de moverse, como la Loli, haciendo la nada tan a gusto, pero cerquita. Muchos se han ido cumpliendo y transformándose en verdades, en objetos, en materia, en abrazos distraídos, en fotos en blanco y negro... se han colado por las rendijas de la madera, crujen durante la noche y se ríen mucho en verano, viven aquí, llenan el espacio, calientan las sillas y se esconden entre las páginas de mis libros. Pero hay uno de ellos muy especial, que aunque se asomó tímido al principio, volvió a España para hacerse esperar y para que yo volara sola lejos de mi aridez. Y un día llegó para quedarse, de eso hace ya cuatro años, desde entonces no tengo que preocuparme por el futuro, porque ya estoy en él, ya no pienso en las consecuencias de las palabras, porque las palabras tienen una vida secreta que sólo descubres si las cantas. Aquel día cogió mi mano y supe que todo iría bien, y sin embargo, al contrario de como había sido siempre, las expectativas se quedaron muy cortas cuando por fin encajaron en su realidad. El viernes pasado celebré mi quinto cumpleaños en esta casa, pero fue un cumpleaños muy especial. Esa mano que me sostiene ahora lleva una alianza, un pequeño símbolo del viajero en el tiempo, un token que nos permite dar vueltas infinitas en el carrusel.  
Muchas cosas han crecido en mí, también un nuevo corazón que late con ganas de salir a comerse el mundo, aunque para eso aún habrá que esperar otros tres meses. Y será porque tengo dos corazones que siento que la vida me ha dado mucho más de lo que esperaba. Cinco años de vida concentrados como una pastilla de avecrem, tengo para hacer caldo de historias de sustancia inagotable. Por eso el balance es que este ha sido, sin duda alguna, el lustro más maravilloso de toda mi vida.

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