jueves, 6 de octubre de 2016

Hiroshima, donde las almas aún se duelen de radiación

Jirones, sólo jirones, a eso se redujeron las pieles de los niños, de los hombres y mujeres que tuvieron la mala suerte de encontrarse a menos de un kilómetro de la clínica quirúrgica de Shima aquel 6 de agosto de 1945. Jirones sanguinolentos de piel fundiéndose con los ídem de uniformes escolares y kimonos, pedazos de vida arrancados de cuajo como de pasada, como si nada, como si el valor de una vida humana pudiera medirse en Roentgens desperdigados en el viento.
A 600 metros de altura sobre la ciudad de Hiroshima, explotaba la primera bomba atómica de la historia, lanzada por un bombardero americano, el Enola Gay, cuyo piloto se suicidó cuando tuvo conocimiento de la barbarie en la que había participado. En un principio Little Boy, así bautizaron a la bomba, tenía como objetivo el puente Aioi, pero el viento y las circunstancias desviaron el artefacto, que terminó cayendo cerca del hospital.
El hecho de hallarse en el hipocentro de la catástrofe hizo que sus paredes se mantuvieran en pie, y aún puede verse la cúpula, hoy conocida como "la cúpula de la bomba atómica", erguida a orillas del río sobre los escombros tiznados por el fuego de hace 70 años.
Es sobrecogedor cuando uno se coloca frente a este edificio que parece que han golpeado con una enorme maza de hierro, y piensas que hace exactamente 70 años el haber estado en ese mismo lugar te habría causado una muerte inmediata. Mirar las sombras requemadas de los ladrillos y no alcanzar a comprender cómo es posible que las huellas no se hayan borrado a pesar de las numerosas lluvias que llora este cielo casi a diario. Y no para de venir a mi mente una y otra vez la imagen de la nube de polvo levantándose hacia el cielo, visible desde kilómetros de distancia, y que fue fotografiada, entre otros, por el avión que acompañaba al bombardero y cuya función era precisamente esa, dejar prueba gráfica de la devastación producida por este experimento demoniaco.

Pero lo peor no fue la muerte instantánea de los que estaban allí mismo, sino la muerte a corto, medio y largo plazo de los que recibieron la radiación. El espeluznante museo de la zona cero cuenta las historias, recompuestas a partir de objetos personales, de esos niños que fueron capaces de volver a su casa desde el colegio, con la espalda en carne viva para morir al día siguiente en brazos de sus padres. De esos hombres y mujeres que se encontraban trabajando en la demolición de un edificio y que se arrastraron hasta sus domicilios para agonizar durante horas o minutos antes de morir achicharrados.
O los que tardaron meses, o incluso años, como la pequeña de dos años que sobrevivió para enfermar de leucemia y morir a los 9, convencida de que si hacía 1000 pajaritas de papel, se curaría; apenas llegó a 600. Desde entonces los niños japoneses hacen pajaritas de colores y las llevan al parque memorial situado en la zona cero. También están los conocidos como hibakusha (persona bombardeada), que son los supervivientes cuyas secuelas físicas son menores, como uñas que nunca volvieron a crecer bien, o pelo que se cayó como frito por un rayo, o cánceres recurrentes que fueron superando para volver a caer. Éstos, además, eran esquivados como leprosos y por si fueran pocas las secuelas psicológicas, les era casi imposible encontrar un trabajo o una pareja.
No conformes con las miles de víctimas de Hiroshima, la historia se repetía apenas tres días después en Nagasaki. En total, unas 250.000 personas han muerto debido a la explosión de las bombas o por cánceres posteriores. Aunque el número real de víctimas se desconoce, y nunca llegaremos a saber el alcance de aquella barbarie, ni mucho menos el agujero emocional que dejó en muchas otras personas que salieron "ilesas" de los bombardeos.

A esto se reduce la guerra, a que seis días después Japón se rendía ante los aliados, poniendo fin a la Segunda Guerra Mundial. A mí a lo único que me sabe la historia es a metal corrompido, a uranio radiactivo y a mucho sufrimiento, a desentendimiento intencionado de los que no quieren escuchar ni razonar ni dialogar ni comprender, porque las guerras las diseñan señores con traje desde sus despachos, lejos de los frentes sangrientos donde los cuerpos caen como fardos sobre la arena mojada. Y lo malo es que el hombre es tan ignorante que no es capaz de aprender de su propia historia, y seguimos matándonos a bombazos por unos ideales que muchos ni si quiera se replantean. Hiroshima es un lugar para meditar, no para temer, la ignorancia me hacía pensar que esta ciudad estaría devastada, como Chernobyl, abandonada y gris, hecha pedazos. Sin embargo es una ciudad llena de vida, de turistas, de gente que ha reescrito su vida sobre las cenizas de la historia, y mejor no olvidar. En un momento dado tuvieron que decidir si derruían la cúpula de la bomba atómica, signo de debilidad y devastación, o si la dejaban en pie, como símbolo de esperanza y de la paz mundial. Ahora patrimonio de la UNESCO, esta ruina envenenada nos recuerda por qué las armas nucleares deberían ser erradicadas, por qué no existe justificación para ninguna guerra, por qué todas las vidas humanas valen lo mismo, sean de la raza que sean.

1 comentario:

  1. Totalmente de acuerdo contigo. Gran alago antibélico tu reportaje, gracias por el y por la conciencia que transmite de paz, gracias.

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