domingo, 25 de septiembre de 2016

Descálzate. Bienvenido a Japón.

Alineo mis zapatos en la entrada de la casa, junto a todos esos diminutos pares de sandalias y zapatitos que parecen pertenecer a una clase de alumnos de 5º de EGB. Piso el tatami y, automáticamente, las plantas de mis pies desnudos me transmiten, junto a mis tímpanos anonadados por la quietud, esa sensación de paz y zen infinitos que sólo pueden encontrarse en Japón, un país donde el bienestar del cuerpo y la mente son un derecho fundamental.
Aunque resulta relativamente fácil moverse por este país sabiendo inglés, puesto que la información principal también aparece en este idioma, es cierto que los kanjis son el primer y único lenguaje de la mayor parte de los japoneses. Claro que me parece más que suficiente, ya que me imagino a mí misma intentando retener todas esas formas que involuntariamente se me antojan iconos semi-incomprensibles y decido que no sería capaz de aprender a diferenciarlas ni en una década. Con todo y eso, esta cultura autodefinida por el extremo respeto y la amabilidad hacia el prójimo me inspira ternura y simpatía desde el primer minuto. Hacen colas para todo, para subir al tren, al autobús, para entrar en los templos…. ¡hasta para andar por la calle van ordenados! Eso sí, por el lado británico, el primer choque cultural que me golpea cuando el taxista llega por la derecha y me abre automáticamente la puerta de un coche que parece sacado de una peli de Alfredo Landa, con tapetes de ganchillo incluidos. Los coches aquí están como a medias, como si les faltara el maletero o algo así, son muy cuadrados y en su mayoría no miden más de dos metros de largo, claro que si no, no cabrían en esos garajes de pin y pon.

Las casas japonesas, preciosas, todo hay que decirlo, son estancias diáfanas divididas por puertas correderas de papel y bambú. Los muebles, sobran todos, los cuadros, mejor pintar paredes y puertas, la luz, ciertamente sobrevalorada en el mundo occidental, y las cerraduras resultan superfluas en el país más seguro del mundo. Tonos marrones y grisáceos, color madera, monocromo en tonalidades que se van tostando con la humedad, pero nada chillón, nada llamativo, no encajaría en esta cultura de austeridad humana y divina (excepto la publicidad y el manga, pero ahí ya llegaremos).
Segundo choque cultural, el mayor de mi vida; cuando uno cree haberlo visto todo, llegas a Japón y conoces ¡el váter! ¿Pero qué es esto? ¡Si tiene centralita! Un botón para tirar de la cadena a medio depósito, otro a depósito lleno (hasta ahí bien), luego uno para calentar la taza (esto no me gusta, me recuerda a cuando vivía en casa de mis padres y entraba al baño después de mi hermano…), otro que emite un sonido para “darte intimidad”, otro con hilo musical, otro que echa un chorro de agua por detrás (¡certero como si llevase una mira de francotirador incorporada!) y otro para el chorro por delante (eso sí, ambos chorros puede ser regulados en intensidad y temperatura…). No sé si habrá templo en Japón que me marque tanto como el del “señor Toto” (que es el “señor Roca” japonés), pero ya os iré contando.

Continuará…

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