jueves, 18 de septiembre de 2014

La Cataratas del Niágara, ahora en Canadá.

Llegaron con el final del verano, aún con los pantalones cortos y las chancletas, procedentes de una España que sigue asándose a la hora de la siesta. Aquí se nublaba el cielo, sin muchas nueces, sólo amedrentando al pensamiento de las tardes de paseos por la playa. La playa que en mi recuerdo se sitúa tan lejana allá hace un mes y que en el suyo, en cambio, aún se adivina en esos tonos canela de la piel curtida. Por primera vez iban a pasar el control de aduanas ellos solos, sin mis hermanos los chapurreadores de inglés, eso me preocupaba un poco, pero poco, porque ya sé yo que a mi madre no le hacen falta las lenguas para hacerse entender cuando quiere. Así que tras una hora de larga espera ante ese ya familiar batir de puertas de la Terminal E, al fin aparecen con la risa pintada, tan frescos como si acaso se acabaran de bajar del AVE. Y empieza nuestra aventura de otros mundos, donde los márgenes son siempre elásticos y cundideros, donde a la mañana siguiente nos esperaban 750km hacia las cataratas del Niágara en Canadá. En principio eran 750... pero acabaron siendo casi mil. Es que se me olvidó un papel, uno que es imprescindible para poder entrar otra vez en USA, así que a la hora y media de camino, vueeelta para atrás. En fin, que prisa tampoco había, así que por si no era suficiente la paliza de avión, otra por carretera... ¡Mereció la pena! por algo se consideran una de las 7 maravillas naturales del mundo.  

Llegamos de noche, chispeaba, hacía bastante fresco y estábamos cansados, pero desde la ventana del hotel teníamos una panorámica de lujo, ¡¡las cataratas iluminadas!! De frente la herradura, nada menos, con toda esa agua que nunca se extingue, hora tras hora, día tras día, año tras año, llenando un millón de bañeras por minuto. Eso sí, disminuyendo por la erosión a una velocidad de unos 30cm por década... así que quién sabe, igual un día nos encontramos con un paisaje diferente. Amanecimos en ese paraíso terrenal apenas descriptible, que si es precioso con sol es aún más alucinante con nubes. Es entonces cuando las aguas son de color turquesa y si no fuera porque mojan, parecerían irreales. Como dirían los galos, esto es cosa de dioses. Y como dioses pasamos un fin de semana inolvidable, pintando nuevos lienzos en esas retinas gastadas por los años, pero que aún no han visto todo, ni mucho menos. 
Y en ese barquito nos dimos un baño de gloria debajo de la herradura,  y contemplamos el Olimpo desde abajo, donde la magnitud de las cataratas se hace inmensa. Una experiencia más, eso sí, única. Me quedo con la frase estelar de mi madre: "Las cataratas son como cuando se te sale el agua de lavadora"... eso sí, esta debe de ser la de lavar la capa de ozono. Me quedo también con el rumor del agua cayendo, y la falta de silencio, con el sonido de las gotas infinitas en movimiento, siempre cayendo, siempre arrastradas, incapaces de quedarse un segundo en el mismo lugar. Y como el agua hacia el lago Erie, nosotros también regresamos a USA, con la mente limpia, los recuerdos nuevos, y un montón de risas que nos guardamos para luego, para todas esas veces en que recordaremos lo maravilloso que es estar juntos, donde sea, pero juntos.

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