domingo, 28 de julio de 2013

Cape Cod ("Cabo Bacalao")

A 100 kilómetros al sur de Boston se extiende hacia el océano una lengua de tierra llamada Cape Cod (Cabo Bacalao). Una especie de "Manga" gigante que quedó al descubierto durante la última glaciación y que permite a los bostonianos plantarse en el paraíso tras una horita y media de coche. Este cabo se enrosca sobre sí mismo dando cobijo a las únicas playas cuya temperatura puede considerarse similar a la de nuestro Mediterráneo (bueno, eso no es del todo cierto, pero habrá que conformarse).
Cuando baja la marea, unos doscientos metros de arena desnuda cubierta de conchas y cangrejos rezagados se despejan para que pongamos nuestras toallas y neveras. El viento azota con ala magna y no hace falta sombrilla ni abanico. . . esto es vida. La cara sur es otro cantar, gélidas aguas y playas vírgenes flanqueadas por parques naturales, una conjunción de elementos cuanto menos curiosa y cuanto más, maravillosa. A este lado se acercan hostiles los tiburones, en busca de algo que echarse a la boca y sin mucho respeto por la sangre humana. Cada año hay unos cuantos mordiscos y de vez en cuando alguno no lo cuenta. . . Pero en general este es un lugar digno de visitar, de disfrutar y, por supuesto, de compartir en Bostonadas.
La costa este de Estados Unidos es conocida por sus grandes urbes: Boston, Nueva York, Philadelphia, Washington... y a menudo nos olvidamos de los parques naturales de Maine, de las costas de Carolina del Norte y del Sur y de la cálida Florida. Incluso viviendo al norte, donde el frío azota más de lo que me gustaría, el clima permite también a veces disfrutar de regalos como Cabo Bacalao, que por cierto, debe su nombre a la gran cantidad de homónimos peces que nadan por estos lares ajenos a las redes que los llevarán a parar a la pescadería...

Cuando cae la tarde, subimos hacia Provincetown, un pueblecito situado en la punta de Cape Cod poniendo punto y final a la Tierra, a orillas del mundo, bañado por las aguas del Atlántico Norte y guardándose los secretos de los seres que lo habitan. Un pueblo conocido por sus playas pero también por su ambiente gay, que disfruta de una marcha nocturna poco propia de los estates y de una mentalidad abierta poco usual en esta zona. 
En nuestro recorrido hacia Provincetown paramos para ver el faro que sale en las patatas fritas Cape Cod, que en España no las conocéis pero están buenísimas!! Detrás de este faro hay un acantilado que termina en una playa preciosa, solitaria, de las que ya casi no pueden encontrarse en nuestra explotada Península Ibérica.
Seguimos hacia "Race Point Beach" para ver el atardecer, gracias al pico enroscado que contiene a Provincetown (ver mapa),  podemos sorprender al sol escondido en el horizonte, sumergiéndose falsamente en el océano, porque en realidad detrás se encuentra la costa. Hacia las ocho de la tarde nos colocamos en primera línea de playa para contemplar, una vez más, las maravillas de las que la Tierra nos hace partícipes sin pretenderlo. Ahí está, quemando las nubes que se habían empeñado en amenazarnos todo el día, el mismo sol que en España ya se ha puesto hace seis horas. El mismo sol que broncea la piel de mis hermanos, y de mi gente, este que se asoma ahora por detrás de las nubes de colores. El sol que pronto veré nacer a orillas del Mediterráneo, principio y fin, amanecer y atardecer, puntos opuestos de un mismo ciclo maravilloso que nos pinta el cielo de colores en todas las partes del mundo, sin importar qué estamos haciendo en ese momento, a dónde nos dirigimos o cuál es nuestro destino final, sólo es seguro que allí volverá a estar mañana. 
Sin embargo, hay algo con lo que no contábamos, aproximándose por la derecha divisamos unas cabecitas en el agua. ¿Son señoras que no quieren mojarse el pelo? ¿son perros chapoteando saltándose las normas de la playa? NOOOO, ¡SON FOCAS! qué maravilla, familias enteras de focas que se sumergen reaparecen, bucean y pasan por delante de nuestras narices ¡¡¡como si tal cosa!!! y no son focas de las del zoo, de esas que aplauden humilladas para que el cuidador les lance un pescado, estas son focas salvajes, con sus bigotitos y sus ojitos vivarachos saliendo y entrando del agua en un juego que es su propia vida y que a mí me resulta un espectáculo sublime.


Ahora sí puedo volver a casa, ir a trabajar, madrugar durante unos cuantos días más y seguir tachando atardeceres en el calendario. Se acerca, ya puedo olerlo, cada vez menos deseo y más realidad, cada vez más próximo, cada día un día menos para subir a ese avión, cada minuto un minuto menos para ver a mi padre esperando en el aeropuerto de Barajas, cada segundo un segundo más cerca de volver a abrazaros a todos. ¡Ya voy España!




lunes, 8 de julio de 2013

The Harbor Islands: Bumpkin Paradise

Un secreto que Boston guarda con cierto recelo, un paraíso terrenal que jugó un papel principal en diversas guerras, desde la Guerra Civil hasta la Segunda Guerra Mundial, por encontrarse estratégicamente situado en las frías aguas de la bahía de Boston a las que deben su nombre, las "Harbor islands".
Pequeños fragmentos de tierra que se alejan sólo tímidamente de la ciudad. Cuando baja la marea, incluso pueden verse algunos de los cordones umbilicales que las anclan a la tierra madre. Durante tiempos bélicos, unas sirvieron de prisión como una diminuta Australia, otras fueron hospitales de campaña reutilizados y otras, simplemente, lugares perfectos desde los que recibir al enemigo que llegaba en barco surcando el océano Atlántico. De aquellos días, afortunadamente, sólo queda lo que los americanos llaman su historia, su orgullo armado como siempre hasta los dientes, colgando unas cuantas medallas de unos árboles que en Europa compondrían un parque natural. Aquí también, por supuesto, pero sólo como apellido, porque el nombre propio lo conforman fortaleza y bandera, barras y estrellas engalanadas con lazos rojos y azules. No obstante, esto es América y las cosas se cuidan, y en lugar de explotarlas minándolas de chiringuitos y hoteles como se haría en Europa, aquí las mantienen vírgenes y acondicionadas para campistas controlados. Unas cuantas parcelas que pueden reservarse por el módico precio de 15 dólares la noche y que tienen una mesa con bancos, baños y hasta barbacoa (cómo no) perfectamente pulcros como si de un resort de cinco estrellas se tratara. Así que, para los que tenemos la suerte de haber reparado en estas masas de tierra que se alzan tímidas y verdes entreteniendo a las aguas a lo largo de toda la costa, se abre un nirvana secular con todas las comodidades. En media hora escasa, el primer ferri nos deposita en Georges island, donde hay poco más que un fuerte orientado ahora para turistas y un bar que abre demasiado tarde para los españoles hambrientos que se han levantado a las seis de la mañana. Esperamos al segundo ferri que nos llevará hasta Bumpkin island, una isla tan pequeña que puede rodearse paseando en menos de una hora. Pero su tamaño es inversamente proporcional al placer que produce habitar en ella, aunque sólo sea durante veinticuatro horas y las playas sean de piedras. Impensable pero cierto, un trozo de playa para nosotros solos... claro que gracias a Rosa, que se pinta sola para abrirse paso a codazos y coger una de las mejores parcelas de toda la isla, con vistas al mar y sombra para contener dos tiendas de campaña y mucha siesta . Después de un calor sofocante que no hacía sino acrecentar nuestras ansias por llegar, al fin ponemos los pies (con chanclas, eso sí, porque las piedras se clavan como la madre que las parió...) en las gélidas aguas isleñas. Es tanta la temperatura y humedad que se concentran afuera, que casi puedo sentir unas enormes manos pegajosas empujándome al chapuzón. Nirvana, ¡sí señor!

Creía estar ya en el paraíso y sin embargo, aún me quedaba por contemplar uno de los espectáculos más grandiosos que puede proporcionar esta bola azul en la que vivimos... el atardecer. Al oeste queda Boston, con sus rascacielos desperdigados haciéndose pasar por ciudadona, y siendo, sin embargo, un pedacito de Europa fundida en tierras norteamericanas. Desde Bumpkin vemos caer el sol sobre el Downtown, pintando fuego sobre las antenas que se aúpan rabiosas para alcanzarlo. El cielo se vuelve incandescente y doy gracias por estar viva, por tener ojos, por tener amigos con los que compartir este momento y una mano que coger mientras Boston se incendia en un oasis de llamas. 
Y pensar que esto ocurre todos los días, y que yo a veces vuelvo a casa preocupada por tontunas. Todos los días sale el sol, todos los días se pone, todos los días sin excepción la Tierra gira sobre su eje mostrándonos cuán maravilloso es el Universo en el que vivimos. Qué suerte que para este lujo no se necesite dinero; qué lástima que nos distraigamos con nubarrones tan a menudo.