sábado, 30 de marzo de 2013

Embriones siderales 2.0

¿Cuánto cuesta una sonrisa? Esperanza que no se pierde, ganas que no se agotan, ilusión que va y viene y se escapa por la ventana de vez en cuando... ¿Cuánto cuesta vencer a las estadísticas? ¿ser materia? ¿Cómo valorar un todo que ha venido a quedarse para siempre? Probablemente no importa lo que cueste porque, una vez conseguido, olvidarás las lágrimas derramadas que intercedían con el consuelo; olvidarás incluso que esas manitas que agarran tu dedo con fuerza fueron un día un amasijo de membranas apoptóticas programadas para cogerte el corazón. Veintitrés parejas de cromosomas, la suerte estaba echada, una y otra vez bailando al son de esa danza tribal que es a veces vida de corto alcance, pero que otras veces, cuando te mira la suerte, se hace materia infinita. Cinco deditos en cada mano, y cinco en cada pie, con sus uñitas pequeñas y frágiles en su nueva queratina. Cierra los ojos anestesiado por ese arrullo de amor que unos padres empezaron a construir con hilos de su propia vitalidad, embriagado por las luces que parpadean por doquier en este mundo, lejos de la calma que reinaba en el interior de Carolandia. Rubén se ha hecho materia y ya está aquí, ha venido para quedarse y para colgar sonrisas en labios ajenos; es altruista ignorante del hecho de serlo, feliz en la serenidad que implica enfocar los ojos a las sonrisas diferentes. Rubén fue concebido como un sueño casi imposible, producto de intentos fallidos, de genes rotos, producto de las fuerzas necesarias para no rendirse. Por eso es un niño fuerte, por eso hará grandes cosas y nunca aceptará imposible como resultado de sus ecuaciones. De sus padres aprenderá por qué no dejar de intentarlo, por qué cuando puedes rozar el cielo con las puntas de los dedos, no puedes aceptar el hecho de que sea impalpable. ¿Cuánto cuesta no rendirse? ¿cuánto cuesta una sonrisa regalada? ¿cuánto cuesta ser feliz? Pongamos el precio en besos, en sueños, en ilusiones... porque desde luego que hay cosas que el dinero no puede comprar. Y pensar que hace unos años lo imposible era imposible... qué suerte haber nacido en esta era, donde unos brujos de bata blanca conjuran amor y cromosomas, donde la lucha se vence sólo a fuerza de cariño, donde los números son sólo eso, números, para ser contados con deditos pequeños en el futuro, donde las sonrisas pueden pagarse con calor humano, donde el azar dispone a dos corazones a estar juntos, a fusionarse. . . donde los embriones siderales se convierten en Rubenes.

sábado, 23 de marzo de 2013

Challenge 4: Añoro

Añoro nuestro banco a la vuelta del instituto, añoro soplar las velas con los niños, añoro ver sus pasitos sobre la alfombra, sus deditos minúsculos haciendo nudos en mi pelo... aunque esos datos me hagan más vieja y a ti más madre, y a las dos más lejos... aunque sólo físicamente.
Cuando eres niño los días tienen muchas horas, los meses duran mil semanas y los cursos escolares, una eternidad. El tiempo no se percibe de la misma forma, se mide por etapas separadas por periodos vacacionales. Del verano a Navidad pasando por el puente de diciembre, de ahí a los Carnavales, Semana Santa, luego el puente de mayo y las fiestas de Humanes, que cuando eres niño te encantan porque puedes quedarte andorreando hasta las tantas en la calle sin broncas ni ¿sepuedesaberdondeestabas? al volver a casa. Luego el verano otra vez, un siglo después, y has crecido tanto que las sandalias del año pasado ya no te valen, la piscina en la que antes no hacías pie ahora no te cubre más allá del cuello y las vacaciones se van llenando de actividades diferentes que cada vez tienen menos que ver con las del año anterior. Lo único que  persiste son los amigos. Lo bueno de no haberme mudado nunca (qué ironía) es que he conservado estos tesoros a lo largo de más de treinta años. Lauri, Vane, Mar... las he visto ser y hacerse, caer y volver a levantarse, pasar por todas esas experiencias en la vida que te hacen adulto a marchas forzadas. Ahora, tomando distancia para ser partícipe de sus vidas, me doy cuenta de lo rápido que han pasado los últimos quince años. Y me pregunto si este estirajamiento que sufría el calendario cuando éramos niños volverá a producirse algún día, quizás cuando entremos en la tercera edad y la cotidianidad se ralentice. Quizás cuando nuestras agendas no estén tan repletas de cosas por hacer y nuestros códigos postales dejen de estar a cinco mil kilómetros de distancia en google maps.
El instituto, esa época de tu vida en la que piensas que todo es para siempre, reinas el mundo. Cada día en aquel semáforo, el del estanco, frente a la tienda de Candelas, que alternaba del verde al rojo más de veinte veces antes de que nos despidiéramos de regreso a casa. A veces incluso venían a abrir la tienda y seguíamos allí plantadas, muertas de hambre pero con miedo a dejarnos algo sin comentar. Había tanto que contarse, cada día, no importaba que no hiciera ni veinticuatro horas que nos habíamos visto. Arreglábamos el mundo y sus habitantes, nos regalábamos el tiempo, hacíamos planes de futuro, no de este futuro, por supuesto. Y al día siguiente todo otra vez patas arriba...
Añoro las probabilidades de encontrarte por la calle cuando salgo a comprar pan. Añoro el saber que puedo caminar cien pasos y llamar a tu puerta, añoro levantar el teléfono a la misma hora en que tú contestas al otro lado. Añoro que la conversación pueda durar tres horas sin prisa por hacer otras cosas, añoro ver crecer a Paula hasta entrar en ese vestidito made in USA que le estaba enorme el año pasado.
Pero el presente tiene otras cosas muy valiosas, como la experiencia, la desnecedad, el haber averiguado tantas cosas que ya no son enigmas, el poder mirar atrás y decir que somos amigas desde siempre. Me inunda la nostalgia cuando comprendo que cada vez nos quedan menos primeras veces y más batallas para contar; pero los libros de historia están llenos de pasado, los cuadros antiguos son más valiosos que los nuevos, los monumentos emblemáticos son los que están hechos de piedra, de ese material tan resistente que el paso del tiempo no lo merma, ni lo destruye, sólo le añade valor, como nuestro banco, donde podremos volver a sentarnos a ver pasar la vida y cambiar el semáforo cuando no tengamos toda esta prisa.

P.D. Para Mar, que me retó a echarle de menos aún con más intensidad, sobre todo hoy, dos años después de aquella llamada: ¨estoy de parto¨.