sábado, 23 de marzo de 2013

Challenge 4: Añoro

Añoro nuestro banco a la vuelta del instituto, añoro soplar las velas con los niños, añoro ver sus pasitos sobre la alfombra, sus deditos minúsculos haciendo nudos en mi pelo... aunque esos datos me hagan más vieja y a ti más madre, y a las dos más lejos... aunque sólo físicamente.
Cuando eres niño los días tienen muchas horas, los meses duran mil semanas y los cursos escolares, una eternidad. El tiempo no se percibe de la misma forma, se mide por etapas separadas por periodos vacacionales. Del verano a Navidad pasando por el puente de diciembre, de ahí a los Carnavales, Semana Santa, luego el puente de mayo y las fiestas de Humanes, que cuando eres niño te encantan porque puedes quedarte andorreando hasta las tantas en la calle sin broncas ni ¿sepuedesaberdondeestabas? al volver a casa. Luego el verano otra vez, un siglo después, y has crecido tanto que las sandalias del año pasado ya no te valen, la piscina en la que antes no hacías pie ahora no te cubre más allá del cuello y las vacaciones se van llenando de actividades diferentes que cada vez tienen menos que ver con las del año anterior. Lo único que  persiste son los amigos. Lo bueno de no haberme mudado nunca (qué ironía) es que he conservado estos tesoros a lo largo de más de treinta años. Lauri, Vane, Mar... las he visto ser y hacerse, caer y volver a levantarse, pasar por todas esas experiencias en la vida que te hacen adulto a marchas forzadas. Ahora, tomando distancia para ser partícipe de sus vidas, me doy cuenta de lo rápido que han pasado los últimos quince años. Y me pregunto si este estirajamiento que sufría el calendario cuando éramos niños volverá a producirse algún día, quizás cuando entremos en la tercera edad y la cotidianidad se ralentice. Quizás cuando nuestras agendas no estén tan repletas de cosas por hacer y nuestros códigos postales dejen de estar a cinco mil kilómetros de distancia en google maps.
El instituto, esa época de tu vida en la que piensas que todo es para siempre, reinas el mundo. Cada día en aquel semáforo, el del estanco, frente a la tienda de Candelas, que alternaba del verde al rojo más de veinte veces antes de que nos despidiéramos de regreso a casa. A veces incluso venían a abrir la tienda y seguíamos allí plantadas, muertas de hambre pero con miedo a dejarnos algo sin comentar. Había tanto que contarse, cada día, no importaba que no hiciera ni veinticuatro horas que nos habíamos visto. Arreglábamos el mundo y sus habitantes, nos regalábamos el tiempo, hacíamos planes de futuro, no de este futuro, por supuesto. Y al día siguiente todo otra vez patas arriba...
Añoro las probabilidades de encontrarte por la calle cuando salgo a comprar pan. Añoro el saber que puedo caminar cien pasos y llamar a tu puerta, añoro levantar el teléfono a la misma hora en que tú contestas al otro lado. Añoro que la conversación pueda durar tres horas sin prisa por hacer otras cosas, añoro ver crecer a Paula hasta entrar en ese vestidito made in USA que le estaba enorme el año pasado.
Pero el presente tiene otras cosas muy valiosas, como la experiencia, la desnecedad, el haber averiguado tantas cosas que ya no son enigmas, el poder mirar atrás y decir que somos amigas desde siempre. Me inunda la nostalgia cuando comprendo que cada vez nos quedan menos primeras veces y más batallas para contar; pero los libros de historia están llenos de pasado, los cuadros antiguos son más valiosos que los nuevos, los monumentos emblemáticos son los que están hechos de piedra, de ese material tan resistente que el paso del tiempo no lo merma, ni lo destruye, sólo le añade valor, como nuestro banco, donde podremos volver a sentarnos a ver pasar la vida y cambiar el semáforo cuando no tengamos toda esta prisa.

P.D. Para Mar, que me retó a echarle de menos aún con más intensidad, sobre todo hoy, dos años después de aquella llamada: ¨estoy de parto¨.

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