miércoles, 24 de abril de 2013

Boston a media asta

Boston, la ciudad más segura del mundo, ha sido brutalmente sacudida por la peor de las amenazas, el terrorismo.
Miles de personas preparándose durante meses, durante años, para correr en la maratón más antigua e importante del mundo, la de Boston. Corredores de todos los países, de todas las nacionalidades y religiones vienen a nuestra ciudad para vivir el día del Patriota con el corazón latiendo a acelerones y kilómetros tatuados en las plantas de los pies. Muchos vienen acompañados por sus amigos, hermanos, padres, hijos... y la multitud se amplifica exponencialmente con los que viven por aquí cerca, que no quieren perderse un evento tan especial como éste que se convoca en Boston cada año. Todos los corazones llenos de energía positiva, de aliento y de ánimo para el que llega exánime a la meta. Por eso nadie puede comprender el ruido, el miedo, los trozos, los colgajos, la sangre, los gritos, las lágrimas, el silencio de los tímpanos reventados, el vacío de los huecos que dejan los miembros amputados, el consuelo inalcanzable de las manos que se extienden a la nada, el temblor de los principios, de la fe, la oscuridad infinita que atrapó a Martin, Krystle, y Lingzi para siempre.
No puede buscarse una explicación racional a lo que no es humano, sin embargo, hay quien intenta aferrarse a las diferencias raciales, a las religiones, al fanatismo. Es curioso que alguien que recibe una beca de los Estados Unidos, que ha vivido media vida en este país, que es un ciudadano americano, salga de pronto con panfletos antiyanquis proclamándose en contra de la mano que lo da de comer. Y yo pienso, bien, ¿dónde está la coherencia? Desde aquí es muy cómodo tomar partido en guerras ajenas, llenarse la cabeza de cuervos negros sedientos de sangre para vengar una película que ellos solos se han montado pero que no protagonizan ni de lejos. Así que deciden que un niño de ocho años que fue a animar a su padre, y dos chicas de 23 y 28, que se levantaron una mañana de lunes con ganas de vivir, no merecen volver a casa al caer la tarde. Tampoco lo merecía el chaval que patrullaba en el MIT, a unos metros de mi casa, ni ya puestos, cualquiera de las muchas víctimas del horror que salvaron la vida perdiendo mucho en el intento. Es complicado empatizar con lo que no siente, y desde luego es terrible haber vivido este atentado tan de cerca. Reminiscencias de aquel 11 de marzo en que me levanté temprano a pesar de que había huelga en la universidad, aquel jueves en que me sorprendió tanto que mi hermano me llamara de tan buena mañana preocupado pidiéndome que me quedara en casa. Similares imágenes a menor escala, el miedo en sus caras, la constante interrogante nunca respondida, ¿por qué? Y lo más curioso de todo es que después de décadas de sufrir terrorismo nacional, extremista o de cualquier tipo, uno como que se acostumbra. Lo primero que pensé al ver el vídeo de la explosión de Boylston street es que no había sido muy grande, que debía de ser algún tarado suelto. Conservo en la retina aquel tren de cercanías con un boquete que lo partía en dos como si fuera de juguete, los cuerpos amontonados, los apuntes repartidos descuidadamente por las vías, los objetos personales, doscientas vidas que se apagaron sin motivos aparentes, Madrid sacudido por la furia injusta que la semana pasada se detuvo en Boston.

Lo que no tiene nada que ver con España es la actuación policial, que si en las películas parece exagerada, es simplemente fiel a la realidad. Remover cielo y tierra es poco para lo que hacen estos tíos. El jueves a las 6 de la tarde aparecen publicadas en internet las primeras imágenes de los terroristas, y a eso de las 12 de la noche escuchamos helicópteros. En twitter contaban que había habido un tiroteo en el MIT, en principio sin conexión con el atentado. Cuando me levanté para ir al trabajo el viernes por la mañana tenía un correo del hospital, "código ámbar", no se puede salir de casa hasta nueva orden. el metro y tren no funcionan, los taxis tampoco, las universidades cerradas, el tráfico altamente restringido, la calle desierta. Pegada al televisor voy siguiendo en directo las breaking news... Uno de los terroristas de la maratón ha muerto en un tiroteo con la policía y tienen cercado al segundo en un barrio residencial de las afueras de Boston. Lo están buscando casa por casa, ¡puerta por puerta!, más de 7000 policías han pasado la noche en vela, más de un millón de personas nos quedamos todo el día en casa con orden expresa de no abrir la puerta a nadie que no sea un agente uniformado. Atrapados bajo lo que más tarde comprenderíamos es la mayor táctica jamás contada para el efecto jaula. Imposible escapar a los Swats, los troppers, la policía estatal, federal, el FBI y la Interpol trabajando codo con codo por una misma causa. Una auténtica película de acción con final feliz sólo a medias, Dzhokhar Tsarnaev es detenido dentro de un barco tapado con una lona en el patio trasero de una casa. Sólo tiene unos cuantos tiros pero está vivo, sus víctimas no han corrido la misma suerte... ahora toca esperar a la justicia, que por suerte, es bastante más justa que la de España.
Aún siguen a media asta todas las banderas, en Boylston un altar improvisado recuerda a las víctimas de la masacre. Caras serias, congoja, solemnidad y mucha América, es lo que se respira alrededor del recuerdo. Y como siempre, la vida sigue, ayer volvieron a abrir al público la zona muerta, dentro de poco se habrán borrado las manchas de sangre de la acera, y yo aún sigo sin comprenderlo.

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