lunes, 15 de mayo de 2017

Mujeres bonitas

Un año y medio viviendo en Sevilla y ha tenido que ser en Boston donde he venido a conocer al duende. Agazapado entre los volantes de lunares, a la luz de un farolillo verde se ha dejado adivinar un parpadeo tímido que, en realidad, había estado ahí desde siempre. Una vez más, la española que hay en mí se hace grande nutrida de arte, desahogando las maneras en las aguas dulces primaverales que este año traen tintes gitanos.
Y es que una no puede resistirse al torrente que emana de los tacones de Laura, de sus ademanes, de su peineta, de todo ese arte flamenco que casi no cabe en un cuerpo tan pequeño que, sin embargo, parece medir el doble cuando sale al escenario. Se crece como una mariposa con las alas desplegadas, amplia, infinita, dejando apenas espacio para el aire que la rodea. Echan fuego sus tacones, esos zapatitos rojos que parecen de muñeca y sin embargo, cuando los calza, en un zapateo mágico la transportan al mundo de Oz. Nos transportan a todos en verdad, porque la onda me arrolla y me zarandea, me arrulla y me deja caer; vueltas, danzas, giros, quiebros... no doy abasto a dar palmas sordas con mis brazos torpes de mortal.
Para mujeres bonitas, las de Cádiz, amén. Las españolas en general, bonitas por fuera y por dentro, donde se alojan las ganas, donde se escribe el sentimiento, donde se enganchan las risas que brotan en carcajadas. Las risas que nos echamos las españolas de cuna y de adopción, las que nacimos arropadas por la piel de toro y las que se acercaron tímidas con el arte incontinente del tintineo en los tacones. Mujeres bonitas que me rodean, me dan calor, me devuelven los ratos que son míos, y ahora nuestros, y que abren una nueva puerta para descubrir qué hay detrás de ella: unas nuevas raíces que brotan desde los tacones hasta el corazón de Boston. Porque es aquí y no allí donde Laura zapatea, porque es aquí y no allí donde existen los espejos de sacudirse la distancia. Porque es aquí y no allí, donde escuchar Alegrías me pone los pelos de punta, me llena los ojos de vida y me infiere una energía que no puedo describir, unas ganas infinitas de bailar fuera de mi piel, de desnudarme de miedos y vestirme de volantes de colores, de flecos fucsia y turquesa, de los acordes estridentes de las palmas aprendizas. Vibran en el aire bostoniano los sonidos del jaleo: arsa, guapa, olé, qué arte... palabras sueltas con acento extraño que, sin embargo, llenan mis pulmones como una poesía, como una oración a un dios que se esconde en mis entrañas... ¿será aquél que dicen el duende? hace que olvide mi hambre, mi cansancio y mi añoranza, porque cuando bailo no estoy en España, sino que España está en mí. Me corre por las venas como un abril infinito, una fuente de energía inagotable que me enferma si no bailo.
Gracias Laura por transmitirme tu pasión por el flamenco, por haber traído a Boston el trocito de mi corazón que aún remoloneaba por España, gracias por ayudarme a descubrir esa parte de mí que hasta ahora no he sabido que siempre me había faltado. ¡Olé!

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