domingo, 8 de mayo de 2016

Seattle, un lugar para perderse


Pike street desciende hasta los infiernos para llegar a Pike Market, un mercado que me trae aromas de Madrid, de Fuencarral, incluso de Candem market en Londres; aromas de la Europa moderna donde las calles se salpican de música y arte libertino. Un pasadizo mágico donde se amontonan los cuadros de Linnea Lundmark, una mujer con un pasado apasionante que se desglosa en diversos países para construir una vida llena de momentos que se han quedado plasmados en sus pájaros regordetes, sus elefantes de colores y mil líneas entrecruzadas que esconden historias en las aristas. Un poco más adelante me atrapan esos pendientes, los mismos que hace tres años ya me lanzaron un hechizo cuando vine a Seattle por primera vez. Nadie puede resistirse a esos destellos de cobre, a lucir como una Cleopatra del siglo XXI las joyas que alguien diseña a base de fuego y alta presión. Cientos de frutas de colores me transportan a la Boquería, como si estuviera en plenas Ramblas y en cualquier momento pudiera tocar Barcelona.
Esculturas hechas a mano por esos artistas desconocidos que se ganan el pan bajo la lluvia, en una ciudad donde, a pesar de la mala fama, aún no he oído llover. Al contrario, decenas de perroflautas se acodan en el césped con sus guitarras y su aura, fumando marihuana legal y tomando el sol a orillas del Pacífico. Seattle se rodea de un montón de trozos de pequeñas islas entre las que nadan orcas y leones marinos. A un paso de Canadá, esta ciudad es, indudablemente, un lugar único en el mundo. Sus calles empinadísimas dejan atrás al mismo Toledo, me ponen los gemelos en forma y me hacen pensar en coches manuales... no quisiera verme en ésas. Cuesta abajo, rodando de risa, llego corriendo hasta el mar, que aunque varado entre un montón de naves industriales y puertas cerradas, ronronea feliz a los pies del monte Rainier. Éste, todavía guarda nieve a pesar de que aquí ya es verano y los termómetros pasan con creces los veinte grados a mediodía.
Me encanta Seattle, aquí las personas no vienen cortadas por el patrón de Harvard o MIT, son más bien almas libres de muchos colores. Sin embargo, ésta es, con diferencia, la ciudad en la que más vagabundos he visto en toda mi vida. Son jóvenes, la mayoría de ellos no creo que tengan ni mi edad, pero caminan agachados con ropas andrajosas, o se sientan a las puertas de los restaurantes a ablandar  el corazón de los turistas. Las drogas han diezmado esta ciudad. Críos que deberían estar en el colegio duermen amontonados en un portal junto a su madre. Chicas que podrían haber sido modelos sonríen sin dientes balbuceando algo ininteligible. Ebrios transeúntes vagan por las calles de la ciudad, convirtiendo "Fuencarral" en "La Cañada Real" cuando cae la noche. Me pregunto qué ha pasado para desembocar en esta versión triste de Walking Dead. En qué momento uno decide echar su vida por la borda para vagabundear bajo la lluvia sin rumbo ni horizonte. Entonces decido investigar un poco y no doy crédito cuando comprendo que muchos de ellos son "sincasas" porque no han podido pagar sus facturas del hospital. En un país donde la salud es un privilegio, una enfermedad crónica como la diabetes o un problema cardiovascular pueden ponerte a dormir entre cartones de la noche a la mañana.
A pesar del sabor metálico de la incomprensión atragantada, me voy de Seattle con un regusto familiar a churros y pan tumaca, no es que éstos puedan encontrarse en el primer Starbucks de la historia, pero paladeo en sueños mis recuerdos cocinados a fuego lento. Y con angustia me pregunto por qué Europa quiere parecerse a América, con lo bonito que es ser libre y estar más cerca del sol.


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