sábado, 5 de julio de 2014

En Madrid

Se me había olvidado Madrid. Se había ido difuminando en su luz como un haz discontinuo de reflejos inventados que pierden conexión con la realidad a medida que va pasando el tiempo. Los recuerdos son traidores y en los míos Madrid había perdido tonalidad, brillo y contraste, y sobre todo virtuosismo, se había quedado reducida a los grises.
En los últimos días de preparativos no había mucho tiempo para pensar en nada más que en todo el trabajo que tenía que dejar terminado, o cuasiterminado a la espera impaciente e insoportable de volver a retomarlo sin haber olvidado todas las teorías que habían acudido a mí a última hora como un resfriado que pudiera llevarme puesto. Aunque parezca increíble y me dé vergüenza reconocerlo, me daba pereza venir a Madrid. Pero entonces esas hadas que siempre me leen el alma, en la distancia comenzaron a hacer cabriolas en el futuro, y a proponer, y a fantasear, y me inundaron las ganas de verlas y de poder abrazarlas de nuevo.
Aterricé en el aeropuerto recién bautizado Adolfo Suárez un día antes de lo que todos esperaban. Me recibió un Madrid tormentoso regado en granizo que se fue haciendo más amable a medida que pasaban las horas. Yo impaciente por poner los pies en mi tierra querida, yo ansiosa por recoger mi maleta y por no hacerles esperar más; mis chicas se hicieron materia entre la gente que se agolpaba en las llegadas, fabricando un abrazo en grupo que me supo a gloria y a mucho amor desenvainado. Sólo faltaba Mar, que en esos momentos se hallaba amamantando al pequeño Diego, ese desconocido que de alguna mágica forma ya había conseguido ganarse mi cariño. Chocolate con churros para empezar, ponernos al día ya en el coche, regocijo, canciones en mi cabeza... como si no hubieran pasado seis meses desde el último hasta luego. Segunda parada, ¡fotos viejas! un paseo por los años de amistad que hemos recorrido de la mano, muchas risas, mucha paz, la felicidad inmensa de estar de nuevo entre los míos. Y al fin llega Diego, y es tan suave, y ya es como si hubiera estado siempre. Y Paula, que es una minicopia de Mar y una copia exacta de la Mar que conocí hace treinta años. Es curioso cómo el tiempo no emborrona el corazón, no puede desgastar una amistad que se forjó en otro tiempo, cuando éramos otras personas, tan distintas de las de ahora que podríamos no habernos conocido nunca. Y sin embargo, como las hermanas, cada vez más cerca.
Tercera parada, ¡los hermanos!, la sorpresa de las veinticuatro horas robadas al tiempo y compartir una comida de un jueves cualquiera, como si tal cosa...  como si hubiera sido ayer la última vez que lo hicimos. Intento vencer al sueño esperando a mi madre, a la que casi le da un síncope cuando llega del trabajo y me encuentra sentada en el sofá, y es que hoy no tengo nada mejor que hacer que disfrutar de ella. Los siguientes, los de Moraleja, "ya mismito estoy allí", quince minutos más tarde llamaba a su puerta para llevar la última de las sorpresas anticipadas.  Qué bien saben las sonrisas...
Se me había olvidado Madrid, el sentimiento que produce estar en los sitios de siempre, sentir que estos 3 años no se han llevado casi nada, o sí, porque la verdad es que algunas cosas sí han cambiado. Es ahora tan preciado y tan escaso que no me puedo permitir los formalismos, no me puedo molestar en regalar tiempo ni espacio como si acaso sobraran, sólo puedo concentrarlos en mecerme en los brazos de siempre, pero que ahora aprietan más, porque se van guardando las fuerzas de todas esas veces en las que Madrid se ausenta y a mí se me olvida lo feliz que he sido aquí.

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