miércoles, 9 de octubre de 2013

Glaciar helado

Es el ciclo de la vida lo que acontece, la sombra que nos acecha a cada vuelta de cada esquina, es la certeza de saber que todo a la tierra ha de ser devuelto, que sólo estamos aquí de prestado, de paso. Hace días que su ausencia se agranda por todos los flancos, que no encuentro más excusas para justificar el sigilo... hace semanas que sé y que vivo extinguiendo la llama de la esperanza infinita. Me quedo con el recuerdo, me agarro fuerte a él y lo desordeno, puede que esté equivocada. Y es cierto que los recuerdos tienen ese poder de la eternidad, de conferir propiedades perpetuas a lo efímero, conexiones neuronales que generan esa imagen una y otra vez, capaces de evocar incluso el sentimiento de cada instante como si fuera repetible. Hace años que no hay cabriolas, yo ni si quiera las he conocido, lo conocí ya viejo, como a esos sabios ermitaños que se esconden del tumulto, en la montaña, donde a veces la vida pasa de largo sin ladear la cabeza para mirarlos. Pero uno no puede esconderse eternamente, y ya cansados, los pies se van arrastrando por el tramo final del camino casi sin prisa; la vida es todo eso que ha pasado, todas esas caras, los momentos, las caricias, los recuerdos... que se quedan sólo en eso, en recuerdos, y pueden seguir existiendo eternamente mientras haya conexiones neuronales, mientras algo permanezca ajeno al cambio que nos mueve, que nos empuja, que nos obliga a seguir adelante a pesar de todo. Hace días que en la calle Warren hace frío, el viento se desacelera, se concentra rezagado, como a la espera, da la vuelta, sube y baja y sigue encerrado. Hace frío y sin embargo, los ojos de glaciar se han apagado.  Me sobran caricias, ¿qué hago con ellas? casi no me ha dado tiempo a almacenarlas, y dejar de producirlas es complicado por ahora. Idefix sigue aquí, está como desorientado, aunque
 
tiene un nuevo amigo al que aún no me he acercado, sigo de luto, sigo esperando... Hace ya casi dos años que llegué, que sus ojos de glaciar me hicieron presa del fascinamiento, infinitos, gélidos y a la vez dueños de una mirada cálida hasta el extremo. Porque lo había visto todo, desde su confinamiento, desde su pequeño reino, había visto pasar la vida y a los transeúntes, había acaparado todas las miradas y todas las manos con un magnetismo inevitable hacia su pelaje invernal. El husky y yo éramos amigos, me dio mucho calor durante el primer invierno, me regaló muchos "bostonadas" que llevaron calor a otras partes del mundo, incluso a aquellas en donde la gente vive deprisa, incluso a aquellas donde se hace de noche cuando aquí todavía es de día. Supongo que cuando uno se hace viejo la prisa se ralentiza, pero algunos privilegiados hemos sido contagiados de un sentimiento "zen" al pasar por su lado, al acariciarlo, al sentir que lo demás no importa cuando su magna mirada se posa sobre tu tiempo. Nunca preguntó de dónde ni para qué ni por qué ni hasta cuándo, nunca le importó más que el momento en que nuestros presentes se cruzaron. Nunca olvidaré que la soledad se borró de cada una de mis tardes al pasar por su puerta, que las sonrisas se me resbalaban de los labios al mirarlo, nunca olvidaré que el primer amigo que tuve en Boston tenía los ojos de glaciar aunque se hayan apagado.

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