Yo estuve allí, pisé aquella arena finita que tanto se parecía a la de mis sueños. Las huellas, sin embargo, no desaparecieron al abrir los ojos, caminaron parejas durante kilómetros dejándose besar por las olas del mar. Dibujamos el horizonte azul con las puntas de los dedos, con sonrisas de incredulidad garabateándose en los labios ante la normalidad de lo que fueron muchos ocasos anteriores. Sabe a tinto de verano, a cerveza en un chiringuito, a helados, a brisa, a estar moreno, sabe a Mediterráneo.
Mi gitana también imprime sus huellitas en la arena, cada vez más separadas, calibrando perspectivas, dejando atrás pares de zapatos que ya no saben valerle. A su lado siempre, sus fieles guardianes: cuatro juegos de pies cansados cuyas huellas experimentadas se arrastran para trazar el camino de la libertad. Volvemos a estar juntos, hemos encontrado todos los trocitos que se habían desperdigado por la casa. Los hemos pegado con tanta ternura que nadie diría que estuvieron un año y medio separados.
Con precaución y sin olvidar que aún somos vulnerables, abrazamos las quedadas al aire libre y sin mascarillas para poder leernos los labios sin perdernos una sola palabra. Las noches de verano nunca habían durado tanto, el horario laboral enganchado al otro huso me estiraja la energía y me ofrece otro punto de vista, el de exprimir al máximo la vida. Abrazo cada rincón de mi España como si fuera la primera vez, me rezago en los atardeceres que no recordaba tan trasnochadores, y miro la luna, la misma que veo en Boston y que de alguna manera me hace sentir más cerca cuando estoy tan lejos.
Yo estuve aquí, disfrutando de las cosas normales que durante un tiempo se nos negaron, recordando que no hay nada más importante que la familia y las raíces, y procurando que mi gitanita abrace la vida con las mismas ganas, regando sus raíces españolas para que nunca corra el riesgo de que empiecen a secarse.
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