domingo, 5 de junio de 2016

Acadia, un tesoro escondido en Maine

El parque nacional Acadia es aquel punto donde se juntan el cielo y el mar, donde convergen la tierra y el océano Atlántico en su vertiente más norte, bañando las costas de Maine con sus gélidas aguas encantadas, donde la tierra yace partida en cientos de pequeños fragmentos que, a vista de pájaro, forman un archipiélago de islas minúsculas que un día encajaron en un gran puzzle geográfico. Verde en todas sus tonalidades visten pinos y abetos centenarios con los pies a remojo; mar y montaña en una combinación imposiblemente hermosa, increíblemente cierta.
Llegamos en medio de la bruma, en ascensión hasta el monte Cadillac, el punto álgido de este paraíso desde el que se puede enfocar, conteniendo el aliento y la vida, una postal salpicada de magia, rocas, naturaleza y, por supuesto, la inmensidad del mar. Ese mar que entra y sale airoso entre todas esas islas habitadas por gaviotas, zorros, algún oso pardo y por un sinfín de animales salvajes que en su mayoría ni si quiera conocemos. Por suerte para nosotros, vamos a ser público de palco, testigos de una pareja de zorros blancos, mamá y cachorro, que se dejan ver al pie del camino con una presa entre las fauces; miran a ambos lados antes de cruzar mientras el pequeño zorrillo baila la danza del contento dando brinquitos alrededor de su madre, quien vigila cauta nuestra presencia ante la posibilidad de perder su cena. Grandioso espectáculo de paz al que asistimos por un precio nimio y que penetra en nuestras venas desoxigenando estrés, sacudiéndonos la urbe e invadiéndonos de una sensación de tranquilidad y sosiego infinitos, no hay prisa, no pienso moverme, sólo quiero absorber toda esta vida para no olvidar que, a pesar de lo que pensemos, el hombre es un ser diminuto pintado en una micra de la historia.


Las innumerables rutas de senderismo tejen una red de arterias que suben y bajan temerosas dibujando llanos y precipicios, laderas que, a trompicones, van construyendo un valle y luego una cima, el hábitat de los halcones peregrinos que anidan en ellas en estos días. Allí abajo, Sand Beach, una playa con una arena tan fina que parece artificial en semejante paisaje, tallada en un entrante de tierra como por antojo de los dioses, con sus aguas cristalinas y absolutamente hirientes de tan frígida dulzura. Nos sentamos a respirar en este oasis, a recuperar las fuerzas para seguir caminando. Aunque por mucho que uno camine, se necesitarían meses para recorrer cada palmo de este parque natural, años para vagar entre una extensión de árboles tan tupidos que algunas zonas parecen verdaderamente impenetrables.


Para rematar, uno no puede marcharse sin degustar la famosa langosta de Maine en Bar Harbor, un pueblecito de pescadores donde uno se siente como dentro de una película. Casitas bajas de madera de todos los colores a ambos lados de unas calles que parecen sacadas de la imaginación de los hermanos Grimm. Hansel y Gretel no sé, pero una caperucita bien entrada en carnes sí que está dispuesta a guiarte por las calles de la ciudad con un candil de aspecto tenebroso y su capa XXL.
Volvemos a nuestra cabaña en medio del bosque a disfrutar del descanso y los juegos de cartas. Siento el verano de mi niñez abriéndose paso entre los recuerdos, escribo para no olvidar que de momentos como éste se nutrirán mis recuerdos mañana.