lunes, 14 de marzo de 2016

¿Tú sueñas?

Llegué hasta aquí persiguiéndote. Un sueño que se escondía detrás de las olas, en los ratos, en las risas contagiosas de los unos y los otros. Llegué hasta aquí porque no creía ser capaz de ello, porque no creía que hubiese nada tan a este lado, tan tan lejos, y mucho menos algún sueño que abrazar. Corrí por eso, para llegar y demostrar que no se podía. Desde pequeña he sido bastante incrédula, de ahí lo del empirismo, de ahí lo de las preguntas debajo de las preguntas. De esa materia se hizo mi crisálida y de hilos de seda se fue decorando. Dejé atrás mi vestido sin mucha intención, en realidad fue más bien un ahora vuelvo y lo recojo. Pero no, porque fuera hay demasiadas preguntas, demasiadas incógnitas. Aún no he encontrado el momento de volver a desandar.
Persigo sueños porque aún no he aprendido a conformarme, porque me siguen tentando las alas curiosas que desflecan hilos de seda en cascadas de volantes. Abrazo la vida para no caerme de ella, porque a veces suena una música y me pongo triste, o muy alegre, y no puedo controlar el color del alma que la baila.
Persigo sueños para aprender a mantenerme en equilibrio, procuro no tropezar con respuestas definitivas. Procuro siempre tejer ilusiones que tiendan a infinito, sin pinzas que las agarren cuando sople el viento de levante o de poniente. Respiro despacio para no saturar el corazón de oxígeno, pero a veces galopa sin control y se escapa de su caja. Sólo vuelve si me encuentra distraída, pensando en mis cosas, respirando si acaso. A veces cuando ya estoy dormida.
Persigo sueños porque de sueños se narran los días, de extrañas angustias que se descomponen para rearmarse en historias de hadas con cabellos de anémona y cola de pez.

A veces me siento para ver pasar a los duendes que se bañan en el río, flotando en sus diminutas barquitas, ajenos a ser observados. Ya no pierdo el tiempo preguntándome si aún existen, por supuesto, las cosas sólo dejan de existir cuando se deja de creer en ellas. ¿Ves Amanda? He metido la mano en el agua y al sacarla has salido tú.

domingo, 6 de marzo de 2016

Sonic life of a giant tortoise

"Sonic life of a giant tortoise" va de la historia de aquellos que son espectadores de su propia vida. Toshiki Okada, joven dramaturgo japonés, concibió esta historia a partir de la leyenda de la tortuga rescatada que se convierte en princesa para vivir en un mundo inmortal. En una especie de paranoia cognitiva, los actores se desdoblan para ser oníricos en realidades paralelas. Así, mientras que la vida pasa, y conscientes de que aún les quedan unos 40 años por delante, se limitan a soñar con lo que podrían hacer si pudieran. Tecleando mudos frente a un ordenador mientras el tiempo discurre sordo y se aleja, las horas que están despiertos las pasan como un ser plano, indiferente, mientras que la vida parece más interesante y en tres dimensiones cuando están dormidos.
A mí el drama me encuentra cuando comprendo que la vida de muchas personas es igual de átona que la de estos personajes, gente que pasa por la vida de puntillas, sin hacer ruido, sin producir cambios, sin generar si quiera una onda en el agua del gran océano que les rodea. Y me da pena, me da mucha pena la gente que espera. Cuando uno es pequeño, o adolescente, se pasa la vida esperando: a que llegue un verano, una navidad, un cumpleaños... a tener la edad adecuada para poder hacer todas esas cosas prohibidas. Pero después, cuando tu altura es suficiente para subir en todas las atracciones del parque, cuando ya puedes entrar a los pubs sin que te pidan el carné, cuando puedes conducir, cuando puedes salir... entonces tienes también otras responsabilidades, y es más o menos cuando descubres el valor del dinero. Entonces esperas a conseguir un trabajo, a que llegue el sueldo a final de mes, a que llegue el verano, las vacaciones, ese viaje que un día harás, todos esos países que alguna vez visitarás... pero entonces "te llega la edad" y toca casarse y tener hijos. Y oh, mierda, ahora tienes otras responsabilidades y otras cosas en las que pensar, y postpones los sueños hasta que se hagan un poco mayores... 
Ese lapso que es una vida se va en un pestañear, y es entonces cuando descubres el valor del tiempo. Ese tiempo que ha pasado, ese tiempo que ya no va a volver. Y es difícil encontrar el momento adecuado para hacer las cosas, porque la edad no coincide casi nunca con la razón social o económica. Aun así, hay personas que no se inquietan, que no se hacen preguntas, o si se las hacen, se meten en la cama a esperar a que se les pasen las ganas de obtener respuestas. Porque es fácil mirar lo que hacen los otros y decir que no te parece bien, porque lo difícil es, en realidad, admitir que es mejor equivocarse que no intentar nunca nada. De esa forma en realidad sufre más el que tiene sueños, porque anhela. El que no ha visto más allá de la punta de su nariz, nunca va a echar de menos el olor del mar, ni el calor del sol en la piel, ni la sensación de pisar un país por primera vez. La máxima de viajar pertenece a muchas personas, pero un pequeño porcentaje de éstas lo posee de forma genuina, los otros sólo se suben al tren de las tendencias, de la palabra, de lo fácil que resulta decir una frase que podría cambiarlo todo para después seguir con sus vidas.
"Si yo pudiera, me encantaría vivir fuera". ¿Cuántas veces habré oído esta frase en los últimos 4 años? Y es curioso, porque luego también oigo mucho esta otra "Me encantaría volver". Y aunque es mucho más difícil lo segundo que lo primero, son pocas las personas que me darán la razón. Me explico, antes de irte, todo es posible, todo son sueños, es una realidad que aún no ha ocurrido y que, en tu imaginación, es perfecta. Pero después te enfrentas a la verdad, has tomado la decisión de hacer cosas y ahora tienes que hacerlas. Pero pobre de ti si llegas a descubrir que te gusta lo que has encontrado, despídete de quien fuiste porque ya no volverá. Se rompe el cascarón para bien y para mal, y ya no puedes volver dentro porque te asfixias, y además, eso, está roto. 
También ocurre con los famosos propósitos de cada principio de año, que nunca sobreviven más allá del mes de enero. Es porque el hombre es un animal de costumbres. Son pocos los que se paran a elaborar un pensamiento autónomo, desde cero, sin condicionantes, sin medir las consecuencias más allá de las ganas de sentirse diferentes. Son aún menos los que toman el mando del rumbo de su propia vida. Y llegados a ese punto, son muy pocos los que consiguen que ese rumbo sea el que alguna vez soñaron. No obstante, los intentos son tan válidos como los éxitos, al menos para no sentir que te has pasado la vida esperando a que llegase el día de tu muerte.