martes, 28 de octubre de 2014

28 de Octubre de 2014

Amanece mi tercer 28 de octubre en esta ciudad, hace ya algunas horas que es mi cumpleaños, muchas, en realidad, si vives en España. Las primeras felicitaciones colgaban en mi muro de Facebook hacia las 12 de la noche en este lado del mar. El primer abrazo cumpleañero y calentito lo recibí antes de irme a dormir, afortunadamente no todo es distancia. También las rosas, mis primeras rosas en plural, siempre estás en todo, llenando esos huecos... desde hace unos años vas cambiando mis nuncas por primeras veces, mis anhelos por cotidianidad, mis vacíos por plenitud infinita, y por eso me has ganado en todo y no me importa. Por la mañana me tocan el alma los ojos de chocolate, esos que me esperaban agazapados en el descansillo al abrir la puerta para ir a trabajar, y un cupcake con velita (que acabo de soplar con su respectivo deseo) ¡y un globo! y hasta una biblia envuelta en papel de colores que probablemente nunca leeré y que sin embargo me ha hecho más ilusión que un Nature. Porque Rosa también sabe a qué saben las tartas tristes, y los días señalados en que uno está lejos de casi todo. El día ha sido agridulce, a pesar de todos vuestros abrazos telemáticos, y cariño enwassapado, y pintadas en el muro de los comienzos felices. Y skype en una botella, y mensajitos enlatados, pero la distancia pesa un poco más en estos días. Será por eso que al volver a casa con la voz ya quebrada y sin ganas, me esperaban los brazos de Amanda en un paquetito tímido que se ha agrandado nada más mirarlo. Y en su interior he encontrado mis lágrimas en el fragor de los recuerdos, y he comprendido cuánto os echo de menos, cuánto cuesta mirar hacia adelante en los días señalados, y no hacia atrás donde correría el riesgo de quedar atrapada en los ratos felices. Y sobre todo he comprendido cuánto se revalorizan los amigos con los años, cuánto más vales ahora y cómo eres capaz de tocarme el corazón a cinco mil kilómetros de distancia con un solo gesto. Esas cosas que sólo consigue el amor, y que a mí me han venido regaladas por correo. Te quiero es poco, porque lo que pasa es que te necesitaba y ahí estuviste.
Pero entonces llegaron los que ahora son mi familia, los de aquí, y me acompañaron un martes cualquiera, que hacía frío, que no apetecía la bici ni el metro. Me acompañaron porque es lo que hacen los amigos, y me demostraron lo importante que es sentirse querido, arropado, olvidar que durante un momento me había parecido un día triste, olvidar que los cumpleaños son ahora esos días durillos que uno pasa haciéndose el fuerte. Y son en cambio días felices de compartir risas y unas cervezas, de hacernos más cercanos, más nuestros... más amigos. 
Hoy siento que en todos estos años, si de verdad he hecho algo bien, ha sido manteneros a todos a mi lado, haber merecido que hoy os hayáis acordado de mí aunque sea por un segundo. Suerte tener todo eso que sabe tan bien, tan a lo de siempre, tan necesario, con la capacidad de crecer en mi interior y agrandarse a medida que van pasando los años, y que va incluyendo también esas caras nuevas que también cuelgan sonrisas, y que son tan necesarias para que cada día sea el primer día del resto de mi vida.

domingo, 19 de octubre de 2014

Que viene el virus

Un virus nos acecha, un virus mortal para el que no tenemos anticuerpos, ni experiencia, ni preparación, ni protocolo, ni medidas profilácticas, ni si quiera trajes semipermeables con los que enfrentarnos a él mientras entramos en contacto con las miles de personas que se encuentran ya infectadas. No es el Ébola, no vayan a creerse, el Ébola es un virus mortal que tratamos de mantener recluido lejos de nuestras fronteras, allá en África, donde las vidas valen mucho menos que en Europa o en América. El Ébola nos viene grande, nos aterra, nos pone a expensas de un sistema inmune deficiente y perecedero, pero sin embargo es visible, al menos al microscopio, o con una PCR. Podemos demostrar que existe y aun con gran esfuerzo, combatirlo. Sin embargo el otro virus, ese cuyos síntomas son la desvergüenza generalizada, la desfachatez sin límites, el egoísmo infinito y la falta de moral, ése no somos capaces de reconocerlo ni aunque se ponga un traje de flamenca o nos pase por encima con un Jaguar. Ese que, fíjense bien, es el virus que acabará asolando la humanidad, que terminará con todas nuestras esperanzas, con nuestros principios, con la educación que a base de mucho esfuerzo recibimos a lo largo de los años, ese virus que viste de Armani y lleva un taco de tarjetas negras en la cartera, que desconoce el significado de la palabra sacrificio, que no entiende de intereses tanto como de interesados, cuya carga no disminuye con el tiempo sino que incrementa, y se reproduce, y se contagia, y nos rodea, y nos vapulea, y nos mea y nos caga porque al fin y al cabo, no somos capaces de reconocerlo; se encuentra en todos aquellos políticos que obvian que la corrupción es un delito, en todos aquellos hijos de papá que no han tenido nunca que enfrentarse a una entrevista de trabajo, ni a un examen, ni a una factura a la que no pueden hacer frente. Se encuentra en todos esos jueces que se venden en mercadillos, que están de oferta para los que llevan el traje de Armani comprado con las preferentes que otros ahorraron durante años. Y bien mirado, este virus se alimenta de la mediocridad de los humanos, de la ignorancia de los analfabetos, del cinismo de los banqueros, del descaro de los ricos, de la salud de los pobres, de la inteligencia de los exiliados. Se replica a tal velocidad que cada día salen nuevos infectados de debajo de las piedras, contaminan ayuntamientos, asambleas, concejalías, pequeñas y medianas empresas... y aun así, siguen paseándose de lado a lado del mundo sin necesidad de mutaciones, porque a diferencia de nuestro sistema inmune, nuestro sistema judicial no sabe reconocerlo, ni defenderse, ni defendernos, sino que más bien tiene un extraño efecto sinérgico mediante el cual, cuanto más infectado se está, más posibilidades tiene uno de salir adelante.
Pobres de aquellos que temen lo que no es, pobres de aquellos que repudian a los vecinos de Teresa  Romero porque les creen portadores de un virus que no puede contagiarse a través de las paredes. Pobres de aquellos que ponen el grito en el cielo ante de la llegada de un virus que lleva años acechando a la humanidad en otras regiones, pero que no son capaces de huir de la epidemia que nos acecha desde hace tanto o más tiempo en nuestro país. Pobres de los que se lavan las manos después de tocar a un perro y no después de tocar el dinero con el que otros se limpian el culo.