martes, 3 de diciembre de 2013

New Orleans, alma de Blues

En el extremo más sureño de los Estados Unidos de América, allá donde las razas se segregaban impunemente hace tan sólo doscientos años, pone los pies a remojo en las aguas del Mississippi la ciudad más grande del estado de Louisiana, Nueva Orleans, donde arraigan las raíces negras de la historia americana. Lo que el viento se llevó en el 2005 bajo el alias de Katrina no fue el amor de Scarlett O´Hara, sino la mitad de la población de Nueva Orleans, donde las bajas se repartieron entre defunciones y evacuaciones, dejando a su paso una ciudad completamente arrasada.

Ya recuperada de tamaña catástrofe, Nueva Orleans nos recibe el día de Acción de Gracias, de noche. Nuestro primer contacto, una compatriota malagueña en la recepción del hotel, buscando fortuna por estos lares desde hace un par de meses, otra aventurera, a saber. Al olor de los pasteles de cangrejo y las gambas "a la barbacoa" (que aunque suene extraño están de muerte), nos dirigimos hacia Bourbon street, la calle que nunca duerme...  que se nos antoja repleta sólo porque aún no habíamos visto ¡¡cómo se pone los fines de semana!! A cada paso, un bar, en cada bar, música en directo tocada con la gracia de las voces negras, cantantes y músicos que probablemente tengan un segundo empleo, a pesar de ser harto mejores que muchos de los que suenan en cualquier emisora de radio del mundo, qué gran legado el de Louis Armstrong. A las puertas de los pubs, los relaciones públicas más atípicos que puedas echarte a la cara, bailongos con carteles invitando a entrar, ¡granadas de mano!, anuncian a bombo y platillo (unos brebajes contenidos en un plastiquete verde con forma de granada), el cocktail Hurricane que es sólo coincidencia con su homónimo Katrina, ya que se inventó durante la guerra, y es tan dulce que te garrapiña hasta el alma. Por fin, uno de ellos atrajo nuestra atención sobre todos los demás: ¡duelo de pianos! armados de canciones hasta los dientes, se baten en duelo dos pianistas magnánimos y elocuentes, al más puro estilo mosquetero con teclado por florete... Simplemente, ¡me encanta esta ciudad!, y aún no habíamos visto nada...
Por la mañana las calles se abarrotan de gente, turistas, sí, pero sobre todo locales, artistas de poca a mucha monta que se instalan en Royal Street y alrededor de la catedral de San Luis ofreciendo su mercancía al mejor postor. No faltan músicos callejeros con sus atriles y sillas plegables, mimos convertibles, perroflautas, pintores... todo es arte en esta ciudad. Galerías de arte en el patio de las casas, colgando cuadros de cientos de dólares como el que cuelga tiestos. Pienso en mi hermano Víctor, y en lo que disfrutaría teniendo un patio y una sillita plegable de libertad. El mayor espectáculo, un grupo de chicos negros que congregan a docenas de personas alrededor de la escalinata en un anfiteatro improvisado. Saltan, bailan, hacen cabriolas... pero sobre todo, entretienen. Destilan alegría y buen rollo, tienen algo que comentar de absolutamente todo el que pasa, y no se cortan en decírselo, lo que provoca la carcajada unánime incluso del que es diana del asunto. Resulta curioso el humor entre blancos y negros tomado tan a la ligera en una ciudad donde hace tan solo dos generaciones no podían ir montados en el mismo autobús. En Nueva Orleans, así a bote pronto, calculo que tres cuartas partes de la población son negros, muchos de ellos descendientes de esclavos. Por muy acostumbrados que estemos a todas las razas, y sobre todo ahora que vivo en Estados Unidos, es chocante encontrarse de pronto en minoría racial. Sin embargo, teniendo en cuenta la historia de este lugar, y volviendo la vista hacia las grandes mansiones señoriales que aún se yerguen orgullosas en el plano urbanístico de la ciudad, es perfectamente comprensible encontrar estas estadísticas.  Durante el fin de semana, el mar de gente que nos arrastra por la calle Bourbon es, en su inmensa mayoría, del color del azabache. Y aunque pueda no parecerlo, es seguro, eso sí, sin salirse del French Quarter ni frecuentar calles solitarias... Hay mucha policía (montada en caballos que se hacen caca casi encima de la gente) y mucho control, mucho adolescente y mucho alcohol en una ciudad libertina pero consecuente. La marea de gente nos arrastra hasta el jardín del jazz, donde un grupo de ángeles toca batería, piano y contrabajo, arropados por la voz rasgada del trompetista que sigue las partituras de su propia memoria. Un espontáneo oriental se acerca al escenario/escaloncillo donde tocan, y nos quedamos ojipláticos cuando se arranca a cantar "Bésame mucho" sin una gota de acento y con un vozarrón de tenor de los que te envuelven en terciopelo. No paro de repetir en mi interior lo mucho que me gusta esta ciudad. Se te pone alma de blues y envidias un poco a los endémicos, que se mueven como si no tuvieran hueso y parecen estar siempre felices.
De esta ciudad me llevo esa sensación, que son felices. Un sentimiento que extienden hacia los recién llegados y que riegan con cafés románticos, jazz a raudales, cocina créole y arte salvaje... Las calles son de atrezo de cuento con casitas de colores, ventanas que recuerdan a la Francia de Napoleón y callecitas estrechas, como en casa. En un plano superior miles de plantas que se asoman lánguidas y chulescas por encima de los balcones, enredadas en la forja y sujetándose con gracia, engalanan las calles de la ciudad que siempre está lista para un desfile. Eso sí, tendremos que volver en primavera para ver el "Mardi Grass",  un carnaval cristiano que atrae cada año a miles de turistas y que por lo que cuentan, es la guinda del pastel. Personajes de cartón piedra tipo ninots, caras pintadas, disfraces, sonrisas, confeti, bailes y mucha, mucha música.