domingo, 20 de octubre de 2013

Otoño en Rhode Island


Verdes que tímidamente se van vistiendo de amarillos, que a su vez son naranjas apagados que tiran a rojos de infarto, y así toda la gama del fuego hasta convertirse en llamaradas incandescentes que tiñen de manera efímera el otoño norteamericano. Un manto de tonos cálidos que van cambiando con los días y con los grados de latitud, dejando a su paso alfombras crujientes y mullidas que producen un extraño placer al ser pisadas. Hojas que caen haciendo reverencias al bajar de la pasarela donde cada otoño las ramas visten sus mejores galas antes de quedarse absolutamente desnudas, vulnerables al inclemente invierno que acecha ansioso para rasgarles las vestiduras. En Norteamérica llega entonces la época de recoger manzanas, de pasar un fin de semana en el bosque para ver el"foliage fall" o caída de la hoja, y por último, de empezar a recolectar calabazas para el próximo Halloween repleto de trucos y tratos esperando a la vuelta de la esquina. 
Por no ser menos y porque el otoño ha resultado ser la época más bonita del año en este país, nos dirigimos a Rhode Island, ese estado vecino donde el mapa hojarístico otoñal promete tonos candentes para este fin de semana. Tan apañados son estos yanquis que, efectivamente, tienen un mapa cromático que permite predecir con bastante exactitud dónde se podrán tomar las fotos más impresionantes cada día, para no perder un solo detalle de lo maravilloso que se pinta el paisaje en cada pueblo. Para esta aventura contamos con amigos portugueses, que uno no sabe lo parecidos que son a los españoles hasta que no te juntas con ellos tan lejos de ambas patrias que la distancia entre ellas es despreciable. Así, España y Portugal pasan a ser la Península Ibérica y nosotros pasamos a ser hermanos de raíces que se encuentran igual de exiliados. Compartir experiencias con nuestros vecinos ibéricos nos enriquece en lenguaje, en conocimientos, en risas y en puntos comunes, que curiosamente van apareciendo cada vez con más frecuencia. Es desconcertante que, una vez más, uno necesite encontrarse tan lejos para interesarse en conocer lo que siempre ha estado ahí al lado.

Alquilamos una cabaña en Burrillville, a nuestros pies, el maravilloso lago Spring que parece pintado a óleo en el cristal de la ventana. Llegamos de noche y sólo a la mañana siguiente fuimos conscientes del paraíso terrenal en el que habíamos dormido.
 Amanece y el sol ilumina las casitas del lago, que se miran en el espejo de agua peinándose árboles de todos esos colores que la madre naturaleza acarrea en su paleta, y yo quiero que todos estéis allí conmigo para poder ser testigos de algo tan maravilloso y tan simple a la vez. Me acuerdo mucho de mi padre en estos días, me gustaría que pudiera tocar este lienzo con sus propios dedos. El tiempo además se empeña en deleitarnos con la compañía del astro rey, que confiere a nuestra piel la temperatura idónea para ser los protagonistas de tan bello retrato, y además nos envalentona para salir a hacer senderismo por estos lares, que no se cansan de regalar paisajes inverosímiles que me saturan los sentidos. Nadie habla en nuestro paseo y sólo el chasquido constante de las hojas nos mece en una melodía de paz y relajación infinitas.
Olvido que existo, me fundo con la naturaleza y soy libre, no me hace falta pensar, sólo oler, respirar, llenar mis pulmones de oxígeno y mis oídos del sonido de la quietud, se me vierten las sonrisas por los lados de la cara, apenas puedo contener la excitación de tanta calma... Esto es vida.
Además de paseos el fin de semana se llenó de comilonas, beborroteo y juegos de mesa a tutiplén, carcajadas, chistes malos y juegos de palabras en "portuñol" que me recuerdan que sólo aquí puede conjurarse este tipo de magia holística.
Es curioso que la propiedad de la caducidad tenga connotaciones tristes y sin embargo, la hoja caduca es un evento paisajístico tan raro e inigualable, que es capaz de mover a las masas como si de la pasarela Cibeles se tratara. A veces la belleza está en lo que no apreciamos, en lo que no cuesta dinero o en lo que vemos cada día de camino al trabajo, y es una lástima que la cotidianidad nos deje tan indiferentes que no seamos capaces de comprender lo afortunados que somos por tenerlo.

miércoles, 9 de octubre de 2013

Glaciar helado

Es el ciclo de la vida lo que acontece, la sombra que nos acecha a cada vuelta de cada esquina, es la certeza de saber que todo a la tierra ha de ser devuelto, que sólo estamos aquí de prestado, de paso. Hace días que su ausencia se agranda por todos los flancos, que no encuentro más excusas para justificar el sigilo... hace semanas que sé y que vivo extinguiendo la llama de la esperanza infinita. Me quedo con el recuerdo, me agarro fuerte a él y lo desordeno, puede que esté equivocada. Y es cierto que los recuerdos tienen ese poder de la eternidad, de conferir propiedades perpetuas a lo efímero, conexiones neuronales que generan esa imagen una y otra vez, capaces de evocar incluso el sentimiento de cada instante como si fuera repetible. Hace años que no hay cabriolas, yo ni si quiera las he conocido, lo conocí ya viejo, como a esos sabios ermitaños que se esconden del tumulto, en la montaña, donde a veces la vida pasa de largo sin ladear la cabeza para mirarlos. Pero uno no puede esconderse eternamente, y ya cansados, los pies se van arrastrando por el tramo final del camino casi sin prisa; la vida es todo eso que ha pasado, todas esas caras, los momentos, las caricias, los recuerdos... que se quedan sólo en eso, en recuerdos, y pueden seguir existiendo eternamente mientras haya conexiones neuronales, mientras algo permanezca ajeno al cambio que nos mueve, que nos empuja, que nos obliga a seguir adelante a pesar de todo. Hace días que en la calle Warren hace frío, el viento se desacelera, se concentra rezagado, como a la espera, da la vuelta, sube y baja y sigue encerrado. Hace frío y sin embargo, los ojos de glaciar se han apagado.  Me sobran caricias, ¿qué hago con ellas? casi no me ha dado tiempo a almacenarlas, y dejar de producirlas es complicado por ahora. Idefix sigue aquí, está como desorientado, aunque
 
tiene un nuevo amigo al que aún no me he acercado, sigo de luto, sigo esperando... Hace ya casi dos años que llegué, que sus ojos de glaciar me hicieron presa del fascinamiento, infinitos, gélidos y a la vez dueños de una mirada cálida hasta el extremo. Porque lo había visto todo, desde su confinamiento, desde su pequeño reino, había visto pasar la vida y a los transeúntes, había acaparado todas las miradas y todas las manos con un magnetismo inevitable hacia su pelaje invernal. El husky y yo éramos amigos, me dio mucho calor durante el primer invierno, me regaló muchos "bostonadas" que llevaron calor a otras partes del mundo, incluso a aquellas en donde la gente vive deprisa, incluso a aquellas donde se hace de noche cuando aquí todavía es de día. Supongo que cuando uno se hace viejo la prisa se ralentiza, pero algunos privilegiados hemos sido contagiados de un sentimiento "zen" al pasar por su lado, al acariciarlo, al sentir que lo demás no importa cuando su magna mirada se posa sobre tu tiempo. Nunca preguntó de dónde ni para qué ni por qué ni hasta cuándo, nunca le importó más que el momento en que nuestros presentes se cruzaron. Nunca olvidaré que la soledad se borró de cada una de mis tardes al pasar por su puerta, que las sonrisas se me resbalaban de los labios al mirarlo, nunca olvidaré que el primer amigo que tuve en Boston tenía los ojos de glaciar aunque se hayan apagado.