miércoles, 25 de septiembre de 2013

Domingos "en ca" la mama

Cocidito madrileño, de ese que se te saltan hasta las lágrimas de lo bien que le sienta al estómago y se le caen los palos del sombrajo al raciocinio... Lentejas con chorizo, con chorizo Palacios, sabor del sur, reminiscencias de una Andalucía que también fue mi casa por un tiempo. Asado al horno, salpimentado, con patatas a lo pobre o con pimientos asados al estilo rural; salmorejo, huevos rotos, arroz la cubana, riñones al jerez... y por supuesto, paella valenciana, bueno, alicantina, no vayan ustedes a creer que el arroz a la Candelaria, con sus ñoras y todo, tiene nada que envidiar a ese que nos comimos hace tan sólo unas semanas en la playa, cuando aún era verano. No pueden faltar tampoco los aperitivos, unas aceitunitas de manzanilla, una tortilla de patatas bien jugosa, queso manchego, cordobés o de donde se tercie, que para eso es legal pasarlo por la aduana sin mentir (no como con el jamón). Todo acompañado de un buen vino tinto, blanco o verde, dependiendo del menú, y claro está, de una buena rubia fresquita que es la única yankee permitida a la mesa. ¿Y dónde puedo encontrar este placer en Boston? Pues en los "domingos en ca la mama" que llevamos organizando ya unas cuantas semanas de cara al crudo invierno que se acerca tímidamente. Ya os he dicho muchas veces que los amigos en Boston se hacen familia, incluso algunos tenemos el mismo apellido, por esto de ser tan originales los Fernández. Esta familia se compone básicamente de dos madrileñas, uno de Alicante, un cordobés y un germano (este último en realidad es de nacionalidad getafense, aunque rubio, así que habrá que quererlo igual).
A veces contamos con algún otro patriota descarriado que necesita un buen puchero en un momento dado, pero básicamente nos sobramos para recrear esos domingos tan cálidos que se suceden en todas las casas de España donde haya una madre. Y sí, es cierto que madre no hay más que una, por eso cuando me toca a mí dar vida al cazo, trato de recrear (a duras penas) esos cocidos, ensaladilla rusa o croquetas que son la especialidad de mi querida madre y, por ende, también la mía, y que me transportan en cuestión de segundos a la cocina de la plaza del Azulejo... me siento en la esquina, junto a la nevera, a la izquierda mi madre, para llegar a las cacerolas y echarnos más cuando no miramos, luego mi padre, presidente de la mesa por autoelección unánime, Luli, que se pone cerca de mi padre por si en algún momento le parece que la sopa está muy caliente y decide bañarlo con agua fresca, luego Victor y por último Ángel, siempre al borde porque claro, ser zurdo le supone un suplicio de codazos al que se siente a su izquierda y por eso lo desterramos al extremo de la mesa... He comido tanto, reído tanto, discutido tanto y disfrutado tanto en las comidas de los domingos en casa de mi madre que no podía menos que traerme un pedacito de ese mantel que en verdad es un hule, igual que son de calidad de hule algunos ingredientes porque no queda otra. Eso sí, la calidad no merma en cuanto a la compañía, que aunque no es la misma, es igual de buena en estas nuestras circunstancias.

Después de comer hasta reventar como manda la norma, hacer la pregunta más madre de todas: ¿te has quedao con hambre?¿te frío un huevo?, de haber arreglado el mundo y haberlo vuelto del revés... entonces vienen las sobremesas de los domingos en ca la mama. Éstas consisten en un abanico de posibilidades según la necesidad. Aproximadamente cada mes y medio hay que montar el salón de peluquería en Q-Chari Style, porque cuando no es uno es otro, las greñas y las puntas abiertas no perdonan... otras veces, nos preparamos un buen café y nos sentamos a jugar a algún juego de mesa, o simplemente una peli de las que dan sueño. Cualquiera de ellas suele convertirse con bastante facilidad en una tarde elástica, de las que se estiran hasta las 9 de la noche, donde ya apremia la necesidad de ir devolviendo cada mochuelo a su olivo. Y así, uno tras otro, se suceden los domingos más especiales que he vivido en esta vida, la de América, porque está claro que las cosas que no tenemos siempre podemos crearlas, inventárnoslas, que es mucho mejor que añorarlas. Por eso, y aunque el otoño nos traiga el frío y nos tire a dar con hojas anaranjadas, sabemos ponerle nombre a todo esto que sentimos, se llama FELICIDAD, y por eso nos gusta quedar los domingos en ca la mama para compartirla.

domingo, 8 de septiembre de 2013

Vivir fuera

Últimamente se repite este tema como una vaga discusión que argumentamos, ya sin fuerzas, puesto que al final uno acaba sucumbiendo al pensamiento ambiguo e inconexo del que no quiere sacarse a sí mismo de contexto. ¿Qué define nuestra personalidad, nuestra forma de pensar, nuestra ideología? En gran parte nuestra educación, lo que uno ha conocido en casa, lo que aceptas como dogma y no cuestionas hasta que eres muy mayor o estás muy lejos, o a veces ni si quiera eso. Por otra parte, están los genes, muy sobrevalorados en este sentido, puesto que creo que depende muchísimo más de cualquier otro factor externo que de la química del ADN. Y por último, para mí lo más importante, las circunstancias. Tanto es así que uno podría incluso cambiar su ideología religiosa o política dependiendo de las mismas. Otro tanto ocurre con los argumentos en los que te apoyas a la hora de defender o castigar un hecho o idea que hoy es un pilar fundamental en tu vida y mañana no comprendes cómo podías aferrarte a ello con tanta vehemencia. Cuando vives con tus padres, la idea abstracta de emancipación y de libertad (ambas a menudo sinónimas) tienen un color fosforito y muy delimitado. Después, cuando la vida te va enseñando otras cosas, otros signos, otras vivencias y otros colores, aprendes a valorar lo que es hacerse a uno mismo. Y  en un momento dado te encuentras con que has de pensar por ti mismo, vaya, sin un respaldo acolchado e incluso a veces a contracorriente... Es en ese momento y no antes, cuando la personalidad aflora y te planteas qué eras antes, y lo que es peor, qué vas a ser en el futuro.
Este verano me he encontrado sin quererlo una y otra vez en la misma tesitura, la de defender y a la vez apedrear la idea de "vivir fuera" que todos tenemos a priori. Hace poco leí un post en el que alguien decía que a veces para conocerse a uno mismo, hay que vivir fuera. Y la verdad es que no puedo estar más de acuerdo. Cuando vives en una casa que va a ser para siempre, rodeado de gente que va a estar ahí siempre, en un trabajo que es para siempre (si no ese, otro parecido, en un radio de 50 kilómetros a la redonda) es muy fácil decir "me gustaría vivir fuera". Todos alguna vez hemos pensado eso, mucha gente sueña con ello, otros lo dicen pero con la boca muy pequeña, como para formar parte de un pensamiento cool generalizado. Yo también fui de esas, por mucho tiempo, cuando el futuro estaba escrito con tinta permanente. Pero entonces la tortilla da la vuelta y te encuentras viviendo fuera. Lo primero que comprendes es que no es tan fácil como parecía, porque hay cosas que no había considerado, como por ejemplo que estás solo para tomar todas esas decisiones que antes acompañabas de padres, amigos, hermanos o cualquier otro aditivo. También lo estás para estar enfermo, sano, feliz, triste, deprimido o alegre. Así que el espacio de compartir se achica un poco, sólo un poco. Luego está lo del idioma, bueno, uno no puede ser la misma persona en un idioma que no es el suyo, y esto no lo digo sólo yo, que ya lo he preguntado. Es agotador pensar y hablar todo el tiempo en otro idioma, y además, hay cosas que no adquieren el cien por cien del significado que tú les quieres dar, así que hablas menos que antes. Luego están los amigos y demás, esos que en España están porque han estado ahí siempre, pero aquí has de hacerlos de nuevo casi todo el tiempo. Lo malo es que sabes que son temporales, y entonces creas amistades por capas: la primera y más superficial para aquellos que sólo estarán aquí de uno a tres meses, la segunda para los que se quedarán un año... Irás a sus fiestas de despedida, jajaja y ya está, al cabo de un tiempo si te he visto no me acuerdo. Luego están los de las capas profundas, eso es más complicado, porque también se van, y entonces dejan un vacío como ese del que hablaban "Los Cantores de Hispalis"... Esto se traduce en una pereza horrible para hacer amigos de verdad, aunque es verdad que los que haces, da igual en la capa que se encuentren, son mucho más intensos que mucha gente de esa que conoces desde siempre.
Viviendo fuera aprendes a valorar el día a día, porque mañana va a ser otra cosa muy distinta, eso seguro, y aprovechas el estar aquí por si acaso. La gente que se queja siempre por la vida que tiene y que ansía vivir fuera como si de la panacea se tratara, no puede ni figurarse lo que es. Tampoco pueden, eso es cierto, imaginar lo genial que es, con toda esa gente nueva que hace capas y más capas, sobre todo los que después permanecen al menos una vez al año. Y también todas esas visiones diferentes del mundo, incluso de España. Qué diferente era España cuando yo vivía en ella, yo creo que era más fea... Ahora me parece tan bonita, tan auténtica, tan paradisíaca... Incluso vista desde el punto de vista de la crisis, España siempre es un lugar al que volver, aunque sólo sea por vacaciones. Porque al final del día, la vida es la que te construyes por ti mismo, la que te ganas a base de lucha y de esfuerzo. En muchos casos tu profesión es el núcleo alrededor del cual giras todo lo demás; en mi caso, es una forma de vivir que me da muchas satisfacciones, sobre todo desde que estoy en Boston, o casi sólo desde que estoy aquí. Por eso, y aunque aún sigo intentando definir mi personalidad en este país, sé que la felicidad está aquí, en este presente cierto y no sólo en el futuro escrito, más que nada porque el mío lo escribo a lápiz, afortunadamente, así siempre podré cambiar lo que me de la gana.