domingo, 16 de diciembre de 2012

La familia en Boston

La familia de verdad, esa con la que comparto genes, grupo sanguíneo, experiencias, chascarrillos, algunos rasgos y toda una vida en pasado, vamos, los de Humanes, por fin se han subido a un avión para asomarse a ver qué hay a este lado de los 5000 km de agua salada que nos separan, allá donde hace ya más de un año que se escriben mis días en tinta nueva made in USA. Nervios, carreras, risita contagiosa. . . ¡no puedo aguantar el regocijo que me invade! Encima llueve, ese calabobos medio nieve que no te obliga a paraguas y entonces te confías y te calas. Corre que te corre al metro, ¿el aeropuerto está cada vez más lejos o me lo parece a mí? Al fin veo la terminal E, se alza sobre sus pequeños tacones revelando un tamaño miniaturil para lo que son las cosas en América. Y me encuentro de nuevo entre la gente, expectante ante esas puertas que se abren y se cierran, que traen caras nuevas detrás de cada cerro de maletas, sonrisas, abrazos, achuchones, comienzos de fechas navideñas. . .
Dani me pregunta - ¿vas a llorar?- y yo lo niego, a pesar de que lo sé mucho antes de que ocurra, sí, esto y la mala leche son impronta paterna, qué se le va a  hacer, auténtica que es una. Pero nada puedo anticipar de lo que siento cuando encuentro la sonrisa de Ángel entre el batir de las puertas; saltitos, palmoteo, bailecito. . . y luego mi madre, y Víctor, y mi padre, y Luli. . . ya no puedo más, si ya llevo las lágrimas por la barbilla y ni si quiera me he dado cuenta, hay que joderse. Ya es Navidad, ahora sí, no cuando puse el árbol ni cuando colgué las bolas en él. No cuando salgo a la calle y veo todas las casas del barrio con sus luces, ni si quiera cuando me cruzo con todos esos papás noeles del palo con sus gorritos rojos borlados. Sólo ahora, cuando siento que he traspasado la pantalla del ordenador y que puedo tocarles, olerles, respirarles. . .  sólo ahora la distancia se ha hecho menor o igual a cero en este mundo y en el otro. Además traen pedacitos de mi gente en la maleta, besos por encargo, abrigo y calor.
Boston les recibe un poco soberbia aunque templada, tirándoles algo de lluvia pero sin pasarse con el frío, temporal regularcito. Cuántas ganas de mostrarles todo, de que absorban la ciudad, la cultura, las diferencias. . .  primera parada: el súper, indispensable un paseo por esos pasillos llenos de galletas y salsas de todo tipo, creo que es la primera vez que la comida toca las paredes de mi nevera gigante. . .¡¡Lo siguiente serán tuppers llenos de sobras!!! Madre no hay más que una. La casa se llena de maletas y zapatos, se llena del sentimiento que he tenido durante muchos años en la casa de la plaza del Azulejo, donde compartí tantos momentos con todos ellos. No es que lo hubiera olvidado, pero no me había percatado de cuánto lo echaba de menos. Contra todo pronóstico, en lugar del agobio probable de tener la casa llena de gente, huelo a recuerdos, entiendo a las abuelas que ponen un millón de fotos en la vitrina, que esperan los domingos con la mesa puesta y el aperitivo calentito, estamos todos ¿para qué más? Miro por la mirilla de los doce meses que han pasado, cuando no sabía dónde iba a cenar en Nochebuena ni con quién, cuando ese salón donde hoy duermen tres corazones con jet-lag se encontraba habitado únicamente por dos sillas y una mesa. Resulta increíble cuánto puede amplificarse la felicidad bien administrada.